La ambición de un ejecutivo lleva a su joven y bella esposa a los brazos de un hombre en quien confían
Relato
La oferta resultó muy tentadora.
Un ejecutivo de altos vuelos como Oliver se cotizaba caro, siendo muy atractiva su experiencia para las grandes empresas transnacionales. A sus casi 32 años, Oliver se había sabido mover muy bien dentro de las ligas mayores y colocarse en los más altos puestos.
Corría el verano de 1988.
Ana, su hermosa y joven esposa escuchó aquella noche durante la cena la nueva propuesta, atractiva desde cualquier ángulo, excepto uno: Oliver tendría que permanecer poco más de un mes en Canadá, sede de la nueva empresa que requería de sus servicios.
Con los altos ingresos de Oliver, Ana tenía su elegante casa en constante mejora, para lo cual, habían contratado meses atrás a Ramón Ruíz, un confiable albañil que había realizado trabajos en casa de los padres de Ana. En realidad, lo conocían desde hacía años atrás. El albañil era de trato amable, muy trabajador y casi nunca faltaba.
La confianza existente era tal, que Ana y Oliver bautizaron a la última hija de 7 que tenían Lupita y Ramón, aún antes que trabajara para ellos.
Una semana más tarde, Oliver decidió aceptar la oferta y de inmediato se pusieron a planear el largo viaje.
Los dos pequeños hijos de la pareja, de 3 y 1 y medio años, complicaban un poco que Ana se fuera con él al principio, y planearon que ella se reuniera con su marido en un par de semanas, ya habiendo evaluado mejor la situación.
Un par de días antes de partir, Oliver habló con Ramón, pidiéndole un favor extra: cuidar de la casa y su preciado contenido humano y material durante su ausencia.
Ramón aceptó gustosamente. Hizo un plan de cambio de horario y se lo presentó a la pareja, quienes estuvieron de acuerdo.
Llegó el momento de partir. Ana llevó a Oliver al aeropuerto y se despidieron con tristeza, pero con la seguridad de que les aguardaba un futuro aún más desahogado.
Cuando regresó a casa, Ana se puso a terminar sus labores cotidianas. Sacó una pequeña carga de su ropa íntima de la lavadora y la colocó en la secadora. La encendió, pero no respondió. Intentó desconectando y conectando, pero sin resultados.
Llamó a Ramón y le pidió que inspeccionara el aparato.
“Tengo mi ropa mojada dentro”, le dijo ella. “Creo que tendré que secarla a la antigüita”, agregó sonriente.
Ramón abrió la puerta frontal de la secadora, y vio que se trataba de pura ropa íntima de su bella patrona. Encontró el desperfecto, pero siendo un día muy caluroso y soleado, Ana sacó sus prendas para colgarlas en un tendedero del jardín.
“Así somos más eficientes en el uso de gas”, dijo ella mientras Ramón se hacía a un lado, observando desde arriba que de su pantalón corto se podía ver un poco la división de sus nalgas al estar agachada sacando sus prendas. Indudablemente con los pequeños calzones que usaba, no alcanzaba a cubrir esas hermosas nalgas que le era imposible al albañil no quedarse mirándolas con frecuencia.
“Pásamelas”, dijo Ramón, refiriéndose a sus nalgas. Ella, desde luego. no captó el albur.
Ana se sonrojó cuando empezó a darle a Ramón sus prendas, brassieres y calzones de lencería, transparentes, con provocativas costuras. No dijeron nada, pero fue en ese momento cuando Ramón empezó a sentir como su pene se endurecía.
El albañil tenía unos viejos pantalones cortos de pana, algo holgados, en deplorables condiciones que utilizaba, sin excepción, todos los días. Rara vez los lavaba. Llegaba por las mañanas y se cambiaba. Cuando andaba fuera, se quitaba su camisola. El día de la falla de la secadora, entró a la lavandería sin camisola.
Puso la lencería de Ana sobre la mesa del comedor y se retiró. La hubiera ayudado a colgarla, pero su erección era ya bastante notoria.
Salió al jardín y al poco tiempo salió ella a colgar sus prendas. Ramón la observaba a distancia. Minutos después terminó y se dirigió a donde estaba el albañil, sudada, para ver cómo iba su trabajo. Para ella era natural ver el moreno torso del albañil, brillante de sudor. Moreno de nacimiento y excesivamente bronceado por el sol. Si los rizos de su cabello fueran más pequeños, pasaría por un negro.
Ramón era un individuo sumamente delgado, de aproximadamente 1.70 metros, cuyos músculos, si bien no exagerados, estaban bien delineados por su constante actividad. Su rizada y entrecana cabellera y desalineada barba se encontraban casi siempre polvosas.
Ana se impresionaba con la facilidad que levantaba sacos de cemento se 50 kg, cubetas con mezcla, con una increíble habilidad para trepar y saltar. Tendría unos 35 o 36 años.
El albañil, al ver que no estaba Ana, se acercó al tendedero y se puso a contar los calzones y brassieres. Eran como 15 calzones nada más.
“Esta muchacha sí que se cambia de calzones” murmuró Ramón.
Volteó a su alrededor, entró a la casa y luego a la cochera y se percató que no estaba su auto. Caminó de nuevo al tendedero y se quedó mirando las provocativas prendas de Ana.
Tomó un calzón y un brassiere y se dirigió al cuarto posterior de la casa, donde guardaba sus pertenencias, poniendo las prendas a un lado de unos sacos de cemento. Encendió un cigarro, se sentó sobre los sacos y se recargó en la pared. Se quedó un rato inmóvil mientras fumaba. Se puso de pie, bajó sus pantalones tomó el brassiere de Ana y lo amarró en la base de su gigantesco y erecto pene. Tomó luego el calzón y comenzó a masturbarse con él, experimentando un placer extremo.
Tras varios minutos, Ramón tuvo una tremenda y abundante eyaculación. Limpió su semen con el calzón de Ana y las copas de su brassiere. Se levantó y guardó ambas prendas impregnadas en el cajón del armario, junto a sus cosas, declarando que a partir de ese momento los utilizaría para calmar sus ansias por la bella señora, algo que, según él, sería lo más cercano que estaría de sus nalgas y sus tetas.
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Para Ana habían pasado tres largos días y empezaba a sentir los estragos de la falta de sexo. A sus recién cumplidos 27 años, estaba acostumbrada a tener relaciones por lo menos 5 o 6 veces a la semana. Siempre fue una mujer algo caliente.
Recién casada tuvo relación sexual, una sola vez, con Pedro Juan, un amigo muy cercano a Oliver, aún soltero, de quien fue novia en su adolescencia. Eso había ocurrido 3 o 4 años atrás, y si bien nunca lo olvidaría, no significó ningún problema para su matrimonio. Oliver nunca lo supo y confiaba en que Pedro Juan le aseguró que nunca alguien más lo sabría.
Pedro Juan, ya casado, se le vino a la mente y mientras recordaba aquellos calientes momentos que terminaron en una loca noche de sexo desenfrenado, se llevó la mano a la vulva y empezó a frotar sus húmedos labios, viendo a Ramón trabajar.
Las cortinas estaban abiertas. Ana, parada en la ventana, empezó a sentir la urgente necesidad de sexo. Desbotonó su blusa y se quitó el sostén. Si no había reflejo en el cristal, el albañil pudiera haberla visto.
El brutal calor de aquella tarde le antojó a Ana un buen baño para refrescarse y masturbarse pensando en su única opción: su compadre Ramón, así: sucio, tosco y sudado.
Ramón se dirigió a la casa a rellenar su galón de agua, pero, al pasar por la ventana de la recámara, para su enorme sorpresa, pudo ver a Ana, completamente desnuda, cuando entraba al baño. Normalmente, Ana se desnudaba ya adentro del baño, pero tenía el incontenible deseo que el albañil la viera.
Ramón se volteó de inmediato, simulando no haber visto en caso de que ella se diera cuenta, llevando en su cara la expresión de no haber visto nada, pero logró el propósito de la joven señora.
Atónito, Ramón no supo si correr al cuarto a masturbarse, con la bella Ana desnuda fresca en su mente: sus bellos senos, sus hermosas nalgas, su rubia cabellera rodeando su preciosa cara o meterse a la recámara a esperar a que Ana saliera de la regadera y violarla ahí mismo. Tenía que pensar en algo.
Sentía una desbordante calentura por su patrona y el percibía que ella también estaba caliente.
Era costumbre de Ramón bañarse antes de salir a su casa, a eso de las 5 de la tarde. Lo hacía en el baño del cuarto de servicio, fuera de la casa. Pensó y pensó. Creyó tener la coartada perfecta.
Ana salió del baño, envuelta en una toalla blanca, de medio muslo hasta cubrir sus senos, asegurada solo con el repliegue de la misma toalla.
Se sentó frente al espejo, empezó a cepillarse su larga cabellera. Puso a un lado el cepillo, y procedió a pintarse los labios.
La puerta de la recámara estaba entreabierta, lo suficiente como para ver cuando ella saliera del baño, mientras el caliente albañil espiaba sigilosamente.
El corazón de Ramón latía aceleradamente cuando tocó la puerta con sus nudillos, empujándola aún más hacia adentro.
Ella volteó.
“Anita, comadre, seño…”, dijo Ramón.
“¡Ramón!”, dijo ella, sobresaltada. Ajustó la toalla sobre sus senos y la jaló un poco sobre sus muslos.
“¿Qué pasa?... ¡entra, entra!”, le dijo.
De cualquier manera, ya la había visto. El albañil portaba solo sus viejos pantaloncitos, de nuevo, sin camisola.
“Lo que pasa”, dijo él, “es que tuve que cortar el agua del cuarto para resanar la pared y no terminé. Quería ver si me das chancita de que me bañe aquí en la casa”, preguntó.
Ana se quedó un momento callada. Pensó en los baños de la casa y valoró la condición de Ramón: sudado y extremadamente sucio. El baño de los niños ni pensarlo y el de huéspedes estaba en remodelación.
Por el polvo y suciedad prevalente en la casa, Ana dejaba a los niños en casa de sus padres quienes gustosos disfrutaban a sus primeros nietos. Los recogía ya tarde para darles de cenar y dormirlos.
A Ramón le dio una cama plegadiza que instalaba en la estancia para dormir con aire acondicionado.
“Traigo un dolorcito en el hombro derecho”, dijo Ramón.
“Usa el mío”, dijo Ana. “Pasa, pasa”.
Cuando pasó detrás de ella, le dijo: “muchísimas gracias, comadrita”.
Ramón entró al baño y cerró la puerta. Tras de sí, dejó un masculino olor a sudor de trabajo y no de desaseo, como es común en los albañiles, excitando a la joven mujer.
En la regadera, Ramón acariciaba su enorme y erecto pene con la esponja que acababa de acariciar el cuerpo de su deseada patrona.
Pensó en masturbarse con ella y empezó su rutina, esta vez con la esponja en lugar del calzón de Ana, pero se detuvo: quizá sería su día de suerte. Se puso mejor a repasar en su mente el plan de ataque. Además, le urgía que se le bajara su vergonzosa erección.
Ana se desnudó por completo, sentada frente al espejo al escuchar la regadera correr, pensando en Ramón en su baño, a escasos metros, deseando que saliera y la sorprendiera, frotaba su clítoris y estaba cercana al orgasmo, cuando escuchó que cerró la ducha.
Rápidamente, se puso de pie y se volvió a envolver en la toalla, secando sus húmedos dedos en ella.
“Tengo un intenso dolor en el hombro”, dijo Ramón cuando salió del baño. “Me duele mucho, ¿tendrás algo que me sirva?”, preguntó mientras se sobaba con su mano derecha.
“¡Ay, pobre de ti compadre!”, le contestó Ana.
“Recuéstate para sobarte a ver si se te quita”, dijo ella, “espero que no te hayas dislocado o algo por el estilo”, le dijo calmadamente ella mientras Ramón se acostaba boca abajo, sobre la almohada del lado de Oliver, en la enorme cama King.
Ana se sentó a su lado y empezó a masajear su hombro, mientras Ramón fingía alivio.
Su cabeza estaba doblada hacia la derecha mientras las manos de Ana hacían que su erección fuera insostenible. Se incorporó un poco para tratar inútilmente de acomodarse mejor. Volteó su cabeza hacia su izquierda, y al detectar el peculiar olor de celo femenino en los dedos de Ana, abrió un ojo en señal de haberse percatado, levantó ligeramente su cabeza para oler mejor, y en sí, Ana se acababa de meter los dedos en la panocha, corroboró pensando.
Fue en ese momento en que Ana se dio cuenta que esos mismos dedos que estaban en el hombro de Ramón los acababa de sacar de su babeante vulva y seguramente lo notó.
Ana retiró sus manos. Rápidamente volvió a tallar los dedos en su toalla.
“Voltéate para masajearte del otro lado”, le dijo ella.
“Creo tener una pomada en el botiquín que te servirá “, agregó.
Ramón le aseguró que ya estaba mejor y que no hacía falta. Estaba muy preocupado por su tremenda erección que no cedía y quería relajarse un poco para poderse voltear, pero no había tal alivio.
“¡Voltéate pues!”, le urgió Ana.
El albañil no tuvo más opción que obedecer.
Presa de una gran vergüenza, se giró, exponiendo a la bella señora un enorme bulto que delineaba claramente el contorno de su gigantesco pene, apuntando hacia su ombligo, asomando un poco más de su protuberante glande por la cintura, aún abotonada.
Ana se retrajo un poco al no tener alternativa, sino ver con lujuria al dotado albañil. Su expresión reflejaba el intenso deseo, mordiendo su labio inferior. Ramón hizo que su pene se levantara y se bajara, dándole a su hermosa patrona un erótico saludo.
Ambos lo deseaban ardientemente. Lo sabían, y se sentía en el ambiente.
Se miraron fijamente unos segundos. Ana sintió un intenso cosquilleo en su vagina y como se llenaba con un torrente de flujo vaginal cuando se calentaba intensamente, como en ese momento. Con Oliver jamás había experimentado esa líquida sensación de placer.
Ana se llevó la mano a la toalla, liberó el doblez sobre sus senos, y la dejó caer, exponiendo al albañil parte del íntimo tesoro, al tiempo que empezó a acariciar su muslo.
Ana llevó su mano al botón que aprisionaba el pene de Ramón, acarició brevemente su glande, y de un tirón arrancó el botón, ya de por sí casi vencido por la fuerza del pene, ante la atónita mirada del caliente trabajador.
Trató de bajar con una mano la cremallera, pero el grueso y fuerte tronco la hizo recurrir a su otra mano, quedando inmóvil.
Frente a sus ojos estaba la ansiada verga del Ramón, casi del tamaño de su antebrazo, fácilmente más de 10 pulgadas, más grande que la más grande que había visto en revistas y películas porno (que frecuentemente veía con Oliver), erecta, palpitante y húmeda.
Una vena azulada la atravesaba de un lado, haciendo una “Y” hacia el glande. Otra vena corría por arriba, desde su base, bajando hacia el otro lado de su enorme cabeza.
Era obscura, pero no tanto como el resto de su piel. Miles de diminutas venas rodeaban su contorno. Aun con abundante pelo púbico, el pene se erguía triunfante y desafiante, no como el de su esposo cuya mitad se perdía en su pelambre.
Ana lo tomó en sus manos, sintiendo de inmediato la diferencia entre este monumento y el de su esposo, incluso el de Pedro Juan.
Sin perder tiempo, llevó su boca a la enorme cabeza, arrancando de Ramón un sonoro grito cuando sintió la boca de ella en contacto con su pene.
Ana sintió de inmediato la diferencia también en su boca: apenas le alcanzaba a rodear la circunferencia, no era tan salada como la de su esposo, gigantescamente deliciosa, con un olor combinado a hombre y a su jabón.
Lenta y suavemente, Ana empezó a devorar la verga de Ramón tratando de ensalivarla lo mejor posible. No bien llegaba a la mitad cuando se levantó. Un par de hilos de baba conectaba su boca con el pene de Ramón.
“¿Acaso te diste cuenta que dejé la ventana abierta? Lo hice a propósito. Quería que me vieras “, precisó Ana.
“¿Tú te diste cuenta que te faltaban un brassiere y un calzón? “, contestó Ramón.
“Mmmhh... eres un pillín”, contestó Ana, al tiempo que se puso a mamarle la verga nueva y suavemente. Su boca llegó con algo de dificultad hasta poco más de la mitad. Ramón sentía como su lengua trataba inútilmente de rodearla y eso lo excitaba aún más.
Con destreza, Ana logró dirigir la verga hacia su garganta mientas Ramón sentía como empezaba a ajustarse el entorno que la rodeaba, su epiglotis. Su lengua, por debajo del tronco, hacía débiles intentos para deglutirla.
Cuando llevaba dos terceras partes en la boca, ella se quitó rápidamente. Tosió. Los hilos de su baba seguían conectándola con el preciado y bien ensalivado miembro. Secó sus llorosos ojos, tomó un respiro y se puso a mamarla de nuevo, pero esta vez solo la porción que podía y que llenaba su boca.
Ramón se retorcía de placer mientras le acariciaba su cabeza que subía y bajaba….
“¡Ay mamacita!”, exclamaba el albañil, “¡mamacita mía!”, repetía y repetía, mientras se retorcía de placer, “¡nunca me la habían mamado de esa manera!, ¡nunca!... ¡eres la mejor!, ¡la mejor mamadora del mundo!, ¡Ay!... ¡ohhhh!... ¡ay! ¡y vaya que me la han mamado! “, continuaba, mientras ella no soltaba ni un solo instante su enorme premio, ese majestuoso trozo de carne que tanta falta le hacía.
Ana solo gemía y balbuceaba lo deliciosa que sabía, pero retiró su boca cuando sintió un par de palpitaciones.
“¡Ahhh! “, exclamó Ramón, en tono más relajado, “no tengas cuidado… te puedo decir con confianza que puedo contener mi chorreada hasta el momento exacto”, le aseguró.
Ana aprovechó el momento para tirar la toalla a un lado y lanzarse completamente desnuda sobre el albañil, besándolo con intensa pasión, mientras él acariciaba su espalda y sus nalgas, disfrutando la tersura de su piel y su olor. Se trenzaron y rodaron por la basta cama, de un lado al otro. Ramón metía sus dedos entre las nalgas de Ana y los olía, gozando aquel trance de intenso placer para ambos.
“¿Qué haces con mi calzón y mi brassiere que te robaste? ¿Eeeeh?”, preguntaba Ana en tono sumamente erótico.
“Hubiera hecho “, contestó Ramón, “pero ya no lo necesito”, agregó.
“¿Qué hacías entonces?... dime que los olías y te la jalabas con ellos…dime, dime “, le exigía.
“Pues si “, aceptó Ramón. “De hecho, ayer entré a tu cuarto y tomé de tu canasta de la ropa sucia unos “, confesó el albañil. “Casi me los meto por la nariz, ¡que rico huele tu panochita mamacita! “, le dijo con máxima excitación.
“Imagínate culito mío “, dijo Ramón, “imagíname con una mano aspirando tu calzón sucio, saboreando el olor de tu panochita y de tu fundillito…. y con la otra jalándomela con tu calzón tieso de tanto meco… ¡ah!, y tu brassiere atado al tronco de mi macana…”, describió.
“¡Falta de confianza ¡”, le dijo Ana, sonriente... “¡pero eres un cochino, degenerado! “, le dijo riéndose.
“¡Yo muriéndome de caliente y tú con esa vergota...!, ¡eres un desconsiderado!, ¿que no me olías, no me veías como me vestía… para ti? “.
“¡Si mi amor!”, contestó Ramón, “¡bien sentía que ibas a ser mía tarde o temprano!”.
Se soltaron, quedando un momento al lado de cada quién. Con sus largos dedos, Ramón siguió haciendo cosquilleos en sus senos y su estómago, haciendo que Ana se retorciera.
Ella se puso de lado y le sonrió. “¡Que feo se me fue la onda cuando te empecé a masajear con mis dedos oliendo a mí! “, le dijo.
“¡Mmm!, si”, contestó Ramón. “Ahí me di cuenta que ya te habías chingado… me imaginé que te estabas metiendo los dedos mientras yo me pasaba tu esponja por la verga “, agregó.
“Enséñame como le hacías “, pidió el albañil.
Ana se llevó obedientemente los dedos índice y medio de su mano, y los introdujo suavemente en su vagina…. “¡mmmmhhh…, que rico!”, gemía.
Sacó sus dedos y los llevó a la boca de Ramón…” ¡pruébame!”!, le ordenó.
“Mmmm, mmmm “, gimió Ramón, “¡fresquecito!, dame más “, pidió.
Ana se rodó hacia él, se montó en su pecho, subió sus nalgas hasta la cara del albañil, y este empezó a lengüetear su clítoris, introduciendo su lengua con trepidante vigor. Ana enloqueció y se retorcía montada en su amante, e inclinando su cabeza, empezó a mamarle la verga nuevamente.
Ramón, presa de placer extremo, lengüeteaba y mordisqueaba los labios vaginales de Ana, lamiendo su delicioso ano, notando que con relativa facilidad lo penetraba con la lengua.
Puso su mano sobre sus nalgas, y deslizó lentamente su pulgar y lo metió ligeramente en el ano de su patrona mientras lamía enérgicamente su vulva. Al ver que o hubo objeción alguna, continuó metiéndolo hasta insertarlo por completo, sintiendo la resbalosa suavidad de su intestino.
Ana se incorporó, y se volteó hacia él, besándolo con increíble pasión.
Sin precaución alguna, Ana tomó el enorme y empapado pene de Ramón y lo guió a su vagina, por detrás de su espalda. Su tamaño era tal que no tendría dificultad alguna para lograr su propósito, como con su marido.
Ramón se aplastó un poco hacia la cama, Ana se levantó y se dejó caer lentamente, sintiendo cada milímetro del albañil a medida la penetraba... jadeaba y gemía, experimentando un lleno total, arrancándole gritos de placer. Ella subía y bajaba en el descomunal tronco mientras el albañil se deleitaba viéndola gozar y gritar.
No se notaba nada temerosa de que la embarazara, o conocía muy bien su ritmo, o quizá confiada de lo que le había dicho sobre su envidiable cualidad de retener su eyaculación hasta el momento preciso, aunque entendía bien que no era necesaria una eyaculación completa para embarazarla.
Ramón simplemente disfrutó, prácticamente como espectador, con sus manos en la nuca, mientras Ana gritaba y gozaba la cogida de su vida, sintiendo el ardiente miembro penetrarla sin obstáculo alguno…. era la señora de Ramón, y le encantaba.
Ana experimentó un escandaloso orgasmo momentos después, ciertamente fuera de serie.
“¡Ay… oh, oh, oh! ¡noo, no puede ser estoooo!”, bramaba y gritaba, mientras Ramón abría y cerraba sus piernas. La tomó de las caderas, presionándola hacia abajo, asegurando una penetración total, hasta sus testículos, mientras Ana seguía gritando… “¡papacitoooo, papacito, cabrón… me encantas, me encanta ser tu puta! ¡mmmmhhh!... ¡me encanta tu vergota!. ¡métemela maaas, maaas… lo más que puedas!” - experimentando el más intenso y vibrante orgasmo jamás en su vida.
Ana se colapsó sobre Ramón, besando su boca y lamiendo su cara, siendo debidamente correspondida por él, mas no sacó su pene de ella.
Ana se irguió de nuevo, apisonando el enorme y duro pene que llevaba dentro, tratando de hacerlo tocar su cérvix, tratando de que le arrancase otro orgasmo.
Momentos después, lentamente, Ana empezó a rodarse hacia el lado de Ramón, liberando su enorme y vaporizante miembro, y se quedó contemplando aquella presea femenina… toda una recompensa para cualquier mujer.
Quedaron unos instantes callados, acariciándose con sus dedos mutuamente.
Ana se puso de lado y empezó a acariciar el cabello de Ramón. “Te has de coger a muchas, ¿verdad? “, preguntó.
El albañil pensó un momento su respuesta…
“Algunas, no muchas. Hacía tiempo que no me cogía a alguna que no fuera la Lupe “, contestó.
“¡Ah, pero cuando andaba de loco, no perdonaba a ninguna! “, le aseguró. “Con esta macana, no hay mujer que se resista”, le aseguró
Ana sonrió y esperó unos instantes. Pensó en su hermana mayor, Claudia, guapísima, que ya pasaba de los 30 y seguía soltera.
“¿A Claudia? “, preguntó Ana
“¿Cuál Claudia?”, respondió Ramón.
“Mi hermana”, contestó Ana.
“¡Claro que no!”, espetó Ramón. “Si no fuera tan mocha, si le hubiera hecho mi luchita, pero es bien santurrona. Tiene buen culo, pero es muy recatada. No dan ganas. A lo mejor por eso se está quedando cotorra “, agregó.
Ana se estiró y bostezó.
“¿A mi mamá?”, preguntó tímidamente.
“Anita preciosa “, contestó Ramón, “si me hubiera cogido a tu mamá, o a tu otra hermana más chica, ¿Cómo se llama?”, refiriéndose a la hermana menor de Ana, - “Patty “, interrumpió ella, “no te lo diría, ¡Claro que no!”, le aseguró.
Ella le sonrió.
“Si me las cogía, tengo para darle a las 4 juntas…hay que hacer una orgía para que se te quite lo preguntona “.
Ana le sonrió. “Eres un cabrón”, le dijo.
Después se recostó una vez más al lado de Ramón.
Ana empezó a hablar de nuevo.
“Me metiste el dedo por detrás “, le dijo al albañil. El, temeroso de alguna reclamación, se quedó en silencio.
“¡Me encanta que me la metan por el culo!”, prosiguió.
Ramón se incorporó deleitado y desesperado por concluir su ardiente encuentro.
Ana se puso de pie, se arrodilló al borde de la cama, se apoyó en sus manos, y empezó a mover sensualmente sus nalgas al albañil.
Ramón la saludó de nuevo, moviendo su gigantesco pene de arriba abajo….
“¡Cógeme por el fundillo! ¡Culéame! “, le ordenó al albañil, mientras ponía su cabeza entre sus antebrazos, esperando el ansiado momento.
“¡Siénteme toda tuya! “, le dijo.
“¡Espérate! “, dijo ella, mientras se volteaba. “Déjame lubricarla un poco”, dijo.
Ana empezó a lamer y a ensalivar el enorme pene de Ramón, escupiéndolo y frotándolo.
Después volvió a tomar su posición anterior.
Ramón se paró detrás de ella, contemplando sus bellas nalgas, aguardándolo.
El se inclinó, y le dio un beso en cada una. Puso su mano derecha sobre ellas, y empezó a deslizar su dedo pulgar hacia su húmeda vagina. Lo introdujo y con su fluido vaginal, empezó a lubricar el ano de la bella señora.
Ella aguardaba gimiendo, mientras él se aseguraba que la penetración no le fuera a doler, lubricándola lo mejor que pudo.
Por último, Ramón sacó su dedo del culo de su patrona, mientras ella sentía como en enorme glande tocaba su puerta trasera. Ana empujó un poco sus nalgas hacia él, mientras el albañil frotaba con su escurriente glande el esfínter de Ana suavemente, de arriba a abajo, para lubricarlo aún más con su líquido seminal.
Paró el ritmo, y con un leve empujón, la verga de Ramón ingresó en el intestino grueso de Ana, venciendo con suma facilidad y sin la resistencia de su ano, al menos no se quejó. Al contrario, Ana abrió con sus manos sus nalgas, para hacer más fácil la placentera labor del dotado albañil.
Ramón continuó penetrándola lentamente, centímetro a centímetro, hasta que sus grandes testículos tocaron la parte inferior de las nalgas de su amante.
Con diez u once pulgadas ensartadas en su ano, ella empezó a moverse rítmicamente, mientras Ramón bombeaba su monstruosa erección en el culo de la ardiente señora.
Ella dejó de moverse mientras él siguió solo, viendo como su rosado ano se perdía rodeando el tronco de su preciado miembro, y luego aparecía. Ramón escupía sobre la penetración para que no la lastimara, aunque Ana no daba señas de molestia alguna.
Así pasaron varios minutos, Ana gozando sintiéndose usada por Ramón, mientras el sentía la ajustada elasticidad de su intestino y se deleitaba apreciando aquellas hermosas nalgas, que finalmente habían sido suyas….
Todo un conquistador gracias a su gigantesco pene.
“Preciosa “, dijo finalmente el, “ya me quisiera chorrear”. “¿Y qué te lo impide? “, respondió Ana con sensual tono en su voz.
Ramón empezó a culearla con más ímpetu, hasta empezar a sentir el delicioso cosquilleo anticipado.
Ramón deslizó sus manos de las nalgas a la cadera, y con fuerza empezó a tirar y empujar el cuerpo de Ana, haciéndola jadear de placer… “¡Lléname, lléname de ti… del producto de esos huevotes prietos tuyos! “, le ordenó.
“¡Ahhhh, aaaah, ayyyyyy! “, gritó fuertemente Ramón, al tiempo que una potente, exagerada y caliente descarga de semen empezó a llenar las entrañas de Ana. Ella sintió como la llenaba, claramente, como la inflamada verga del albañil ocupaba todo su espacio, durando sus palpitaciones mucho, muchísimo mas que las de su esposo. Casi un minuto después, aún sentía dentro de ella los leves latidos del gigantesco pene medida vaciaba dentro de ella hasta su última gota.
Ana apoyó su cabeza en la cama, mientras Ramón trataba de sacar de su culo su pene ya concluida la misión. La tenía completamente penetrada, pero Ana se quejaba al querérsela sacar. Era inexplicable que, aun llena de semen, se dificultara tanto su salida.
“¡Empuja preciosa, como si fueras a cagar!”, sugirió Ramón, algo intrigado por el atorón.
Ana pujaba y pujaba, pero no lograba que la verga de Ramón se moviera, como si se hubiera creado un vacío en su intestino.
“¿Qué hacemos? “, preguntó Ramón algo preocupado. Ana simplemente se rió. “¡Nos quedamos pegados como perros!, dijo ella.
Al final, la incomodidad de la situación hizo que el pene de Ramón comenzara a perder su rigidez. El comenzó a tirar lentamente, y mientras ella empujaba, lograron desconectarse finalmente, al tiempo que una gran cantidad de semen salía por el ano de ella.
“¡Aaahhh!”, dijo Ana al caer exhausta sobre la cama, “¡que susto!”. Ramón se sentó junto a ella y empezó a acariciar sus bellas nalgas.
Ambos se rieron a carcajadas del misterioso incidente, bromeando sobre qué hubiera pasado si hubieran tenido que pedir ayuda.
“¿Te gustó, preciosa? “, preguntó finalmente Ramón, al tiempo que le daba suaves nalgadas.
“¡Me fascinó!”, contestó entusiasmada… “¡me encantó que nos quedáramos pegados!”, agregó ella, mientras él asentaba con su cabeza, sin dejar de acariciarla.
Ana se volteó hacia su nuevo amante, e incorporándose, se agachó para lamer su pene una última vez. “Así hace la perra con el perro cuando por fin se despegan “, dijo sensualmente, mientras empezaba a juguetear con su lengua el húmedo glande, lamiendo restos de semen, notando en la parte inferior pequeños restos de su excremento.
“¡Ups! “, dijo ella incorporándose. Se paró y fue al baño por un poco de papel higiénico.
“¿Qué no te los vas a comer? “, preguntó Ramón, refiriéndose a su semen. “Me da la impresión que te encantan “, agregó.
Ana sonrió y se sonrojó un poco.
“Es que…” contestó, “hay restos de mi caquita en tu vergota “, le dijo, al tiempo que limpió con el papel su aún semi-erecto pene. Hizo bola el papel, y lo arrojó a la alfombra.
Ramón se carcajeó. “¿O sea que me cagaste el palo? “, preguntó.
“Si, pero poquito “, contestó ella, al tiempo que plantó un beso más en su boca.
Vieron el reloj. Su tórrida aventura duró poco más de una hora. Ramón tenía que ir a su casa y volver. Mientras se vistió, ella lo observó desnuda.
“Vete en mi carro”, ofreció Ana, “así no te tardarás mucho”, le dijo. “Yo iré en el de Oliver por los niños”, agregó.
Ramón salió. Ella lo acompañó desnuda hasta la puerta. Le dio otro beso, y le dijo: “te espero, pero no podemos dormir juntos”.
Ana regresó a su recamara extremadamente satisfecha, pero pensante en su infidelidad. Ya vería mañana al cumplir su primer día como amante de un albañil como negociaría su discreción.
Se bañó de nuevo, y se recostó a esperar la hora de ir por los niños, mientras pensaba en Ramón y acariciaba sus labios vaginales, deleitada de haber descubierto en un pobre hombre increíble placer.
Ambos iniciamos a besarnos con toda pasión, con aun más pasión que la primera vez, mientras nos besamos Armando comenzó a tocarme mi zona intima debajo la falda de mi vestido y como consecuencia a esto de inmediato me moje toda, ¡Quiero hacerte el amor! Me dijo suavemente al oído, -Lo sé y también quiero- le conteste.
Relato erótico enviado por putita golosa el 29 de August de 2010 a las 23:31:22 - Relato porno leído 513656 veces