Me llamo Adriana. Mi madre abandono a mi padre hace años, el empezo a tomar y ella y yo nos parecemos tanto que ha empezado a confundime.
Relato
Desperté a media noche, con el cuerpo adolorido, y la ropa ajada. Adrian se había ido de mi lado. Me había dejado sola y bien arropada con un cobertor, como si eso compensara, lo que había hecho conmigo. Me quite el vestido rojo de mamá y me coloqué una de sus batas. Baje las escaleras; tenía sed y hambre. Fui hasta la cocina y ahí estaba él, sentado frente a la mesa y contemplando una botella de ron que aún no había abierto.
Mi primera instinto era el de salir corriendo y esconderme en mi cuarto. Me reconvine con mucho esfuerzo y pase silenciosamente al lado de Adrian, sintiendo que la calma era tan frágil que podría romperse en cualquier segundo. Me serví un vaso de leche. Apenas era consciente de que estaba temblando, de que mis piernas se sostenían con dificultad, un poco por la incertidumbre del momento y otro poco porque acababa de ser revolcada por mi propio padre.
De pronto la voz de Adrian rompió el silencio haciéndome saltar: Lo siento, dijo casi como un gemido, Lo siento, discúlpame. Y me abrazó por la cintura atrayéndome hacia él, encajando su rostro en mi vientre. Sentí que estaba a punto de llorar, y acaricie su nuca con mi mano. Quería decirle: No te preocupes, papá, todo saldrá bien, seguiremos adelante, te perdono, te perdono por lo que acabas de hacerme. Pero Adrian continuó hablando: ¡Ah, Nora! ¡Nora! Mi cuerpo se tensó por completo, mis palabras se atoraron en la boca: Soy Adriana, papá, quería decirle. Tu hija, Adriana.
Me apretó más aún contra él. Te extrañaba, dijo, extrañaba tu aroma y tu cuerpo. Ah Nora. Sentí que su mano acariciaba mi muslo e iba subiendo lentamente hasta sujetarse de mi nalga. Maldita sea, Nora, gritó, tenía ganas de oler tu pucha. Desato los cordones de la bata. Yo no podía decirle nada, ahora mi cuerpo temblaba aún más, no sabía si de miedo o de una especie de furor que empezaba a gobernarme. Tu pucha, Nora, extrañaba tu hermosa pucha. Lo dijo mientras encajaba su cara en mi ingle haciéndome respingar.
Tu pucha, tu hermosa, pucha, Nora. No me la vuelvas a quitar. Sus manos se movían con más ardor, acariciaban mis nalgas y navegaban por debajo de ellas, buscando la apertura de mi vulva. Por fin la encontró. ¡Ah, Nora, estás empapada! Tu pucha está tan empapada. Así la recuerdo. Y comenzó a juguetear a lo largo de los labios vaginales. Sus dedos iban de un lado a otro acariciando la vulva, haciendo que mis jugos se esparcieran y untándolos demás en el clítoris, el cual empezó a acariciar en círculos para un lado y para el otro. Lo único con que pude responder a su alocución fue con un par de gemidos, profundos y violentos.
Ah, Nora, eres una puta, dijo, te mojas y todavía no he empezado. Anda, abre las piernas, cariño. No conteste ni sí ni no. Sólo deje que mi cuerpo hiciera lo que quería. Abrí las piernas dejando que la lengua de Adrian se colocara en mi vulva y retozara con ella. La lamía procazmente, golpeándola con la punta y violándola de la misma manera, entrando y saliendo de ella, chasqueando mientras probaba de mis efluvios, succionando lo que mi vagina sin pudor ya le daba con gusto y mordiendo con candor los labios. Mis piernas se doblaban tras cada arremetida que me daba con su lengua. Masajeaba su nuca y lo empujaba con gusto hacia mí.
Adrian comió de mí con glotonería. Nunca hubiera adivinado que era un sibarita desmesurado. Se harto de la miel que le brindaba mi sexo, pero siguió chupando y lamiendo hasta hacerme gemir de placer, para conseguirlo se ayudo de dos de sus dedos que metió en la estreches de mi ano, y que en principio me hicieron tensarme de dolor pero que poco a poco doblegaron mi cuerpo, haciéndolo llegar a un placer extenso. Recuerdo su dedo acariciando el anillo de carne, mojado con la crema que emanaba de mi vagina. Lo fue sometiendo poco a poco hasta dilatarlo, hasta que pudo meter primero uno y después el otro dedo, haciéndolos girar dentro del ano y después empujándolos hasta el fondo. Grite, gemí y me desborde en un prolongado orgasmo que casi me llevo al colapso.
Ah, Nora, Nora. Sigues siendo la gran puta. Adrian me sostenía en un abrazo y sentada sobre sus piernas. Me acariciaba con amor y ternura, repasando mi rostro y mis brazos con sus cálidas manos. Desconocía esa faceta de Adrian. Y me pareció tan dulce y me gusto tanto que por un momento me olvide de lo que habíamos pasado y de quienes éramos, y me abandone a la sensación de ser una mujer en los brazos de un hombre amoroso, me deje sentir querida y adorada. Sus dedos rozaban mis mejillas y paseaban por mi barbilla, dejándose arrastrar apenas en la comisura de mis labios. Qué calor y que amor sentía. Mis labios se abrieron ante la persistencia de sus caricias, dejando entrar su dedo pulgar, el cual por un repentino impulso empecé a chupar.
Ah, Nora, eres una golosa, dijo, Adrian, jugando con su pulgar dentro de mi lengua. Me apartó de sus piernas y me jaló hacia el suelo haciendo que me arrodillara frente a él. Vamos, amor, haz lo que sabes. Yo sé que quieres, cariño, vamos. Vamos baja la bragueta. Sí, Nora, así. Afloje el cinturón y desabroche el botón del pantalón. Saque su pene. Era la primera vez que lo veía. Grande, ancho, moreno; estaba listo, erecto, dispuesto a ser trabajado en el acto. Lo tome con una mano y lo masturbé un poco, lo sentí caliente y turgente. La mano me quemaba. Subía y bajaba provocando los suspiros de Adrian. Lengüetee su sexo a lo largo, acariciando sus testículos con mis manos lo que lo hizo respingar. Acaricié su glande con mi lengua, sintiendo como se humedecía, y probando por primera vez su líquido preseminal. Tome locamente el sexo de Adrian, recorriéndolo rápidamente en una frenética lluvia de besos a lo largo y ancho de su sexo, y finalmente lo metí en mi boca dejándome sentirlo en los labios, apretándolo suavemente hasta sentir su punta en mi garganta. Lo metí y saque tantas veces. A veces lento, a veces rápido, a veces golpeándolo con mi lengua. Lo masturbé con pasión mientras mantenía la carne en mi boca hasta que conseguí que me regalara una emisión de semen que se estrello en el interior de mi boca y me llenó por completo haciendo que de la comisura de mis labios se resbalara el que no había podido tragar.
Todo lo que sucedía había sido tan repentino que no sabía si llorar o echarme a reí. Me sentía otra. Me sentía sucia y contenta; me sentía pecadora y angélica; me sentía asombrosamente plena y necesitada. Adrian se levantó y se dirigió a su cuarto. ¿Qué esperas, Nora? Me dijo. Vamos a la cama, mañana tenemos una fiesta. Pero…, quise contrariarle. Ya, ya mujer, entre nosotros, todo está olvidado. Y tomándome de la mano me llevo hasta “nuestro cuarto”. Se desnudo, mientras me quedaba de pie a lado de la cama. Mi padre era guapo, moreno, con un cuerpo macizo, para sus 40 años. Unas piernas largas y unas nalgas firmes y esbeltas. Su tez morena y unos ojos color miel fascinantes.
No te vas a quitar la bata, me dijo sacándome de mi letargo. Vamos ven conmigo. Me quite la bata quedándome desnuda ante su vista, hizo a un lado las sabanas y me metí. Cómo la noche anterior se acomodó en mi espalda y me sujeto ambas tetas con sus manos pegándose tanto a mí que encendió nuevamente mi lubricidad. Lance mi mano hacia atrás y me encontré con su sexo adormilado, que sólo del contacto, se volvió a despertar, poniéndose pertinazmente tieso. Eres una guarrilla, dijo Adrian con voz maliciosa, y entonces volvió a poseerme el que antes era mi padre.