Una padre que es abandonado por su esposa, qué puede pasar.
Relato
Adrian, mi padre, no es una persona mala, sólo que el alcohol no lo deja pensar. Ya tomaba desde antes pero empezó a perder el control desde hace tres años, cuando mamá dejo la casa. No sé qué problemas tendrían ni si era posible superarlos o no, lo que sí recuerdo es que una noche, después de una fuerte discusión, mamá tomó una maleta y se fue de la casa, cuando yo tenía 15 años. Recuerdo a Adrian prometerle desde el marco de la puerta que quemaría todas sus cosas. Nunca lo hizo. Las metió todas en el cuarto para invitados y ahí las dejo.
La mayor parte del tiempo Adrian es una persona agradable, simpática y encantadora, es un hombre guapo y con clase, pero cuando se deja llevar por el alcohol enloquece y es difícil reconocerlo. Así que intento no importunarlo, pasar desapercibida. Cuando se que está en casa me enclaustro en mi cuarto y dejo que lo domine la borrachera hasta dejarlo tirado en el sofá o en el suelo. Pero en otras ocasiones, por ejemplo, cuando regreso de la escuela, entro muy sigilosamente con miedo a que se me aparezca la fiera.
Hace algunas tardes regresé de clase, con miedo a encontrármelo, pero la casa estaba sola, tranquila, se respiraba un aire sereno. Así que subí a mi habitación y al pasar por el cuarto de visita observe que la puerta estaba entre abierta; era raro porque siempre se encontraba cerrada. Entre sigilosamente, las fotos de mamá estaban regadas por el piso y una botella vacía de ron sobre un buro. Pobre Adrian, flagelándose con los recuerdos.
Comencé a ordenar las fotos. En verdad era hermosa, la abuela decía que me parezco mucho a ella, a mi madre. Era alta, de facciones finas, de grandes caderas y prominente busto, así como yo. También saque sus ojos color miel, su cabello ondulado y su boca carnosa. Somos como dos gotas de agua. Había otra foto, estaba en un bar, a lado del piano, con micrófono en mano. Mamá era cantante. Ahora recuerdo, papá se ponía celoso porque los hombres admiraban a mi madre, la adulaban, le regalaban flores y le gritaban improperios; pero mi madre sólo tenía ojos para Adrian, y a él no le bastaba, así que le empezó a hacer rabietas y escenas de celos. Pobre mamá.
Pobre papá, seguro había pasado toda la mañana martirizándose con el recuerdo de ella. Incluso había abierto el closet para ver y oler sus vestidos. Había, de entre ellos, uno en especial que me encantaba. Era un vestido de coctel en tonos rojos, muy ceñido al cuerpo, strapless, hombros descubiertos, y llegaba apenas a la mitad del muslo. Me acorde de lo maravillosa que se veía ella. Lo saque y me dieron ganas de probármelo. Me saque la ropa y el bra y me lo puse. Era verdad. Éramos idénticas. Recordaba a mamá mientras me veía en el espejo. Me dieron ganas de cantar una canción que a ella le encantaba:
Desnudarme poco a poco encenderte si te toco, sí. Nos miramos al espejo me haces daño y no me quejo, no. La humedad en tu mirada tiernamente derramada, sí . tu lamento y mi lamento vuelan juntos en el mismo momento porque lo que quiero ahora es tu cuerpo ahora, ser su dueña ahora ser su esclava ahora. Y atarlo ahora y adorarlo ahora parar el tiempo ahora y acariciarlo ahora…
Estaba tan absorta cantando ante el espejo, sintiendo la sensualidad que seguramente mamá sentía mientras deleitaba visual y auditivamente a su público que no escuche cuando Adrian había entrado, de pronto lo vi a través del espejo, con la boca abierta y la mirada perdida, transformado en toda una fiera.
¡Norma, so puta, cuándo has regresado! No pudo oírme nada, ni siquiera una palabra, su embriagues etílica y su borrachera emocional le cerraron los oídos, y le nublaron la vista. Se abalanzo contra mí y me arrojo sobre la cama. ¡Soy Adriana, le gritaba, soy tu hija Adriana! No escucho nada. Me desgarro el vestido y sacó al aire mis grandes tetas. Las consintió febrilmente, soltando unos besos apasionados sobre ellas, las apretujaba y mordía con ansias con ardor combinado con nostalgia. Me quedé sin volumen, mi voz apenas era un aliento combinado con gemidos y suspiros que le repetían afanosamente: ¡Soy tu hija, soy tu hija!
Me levantó el vestido y deshizo mis bragas. Sin más preámbulo me ensarto violentamente y me hizo llorar de dolor. Una tras otra sus acometidas me golpeaban las puertas de mi útero, su sexo se clavaba en mi vagina violentándola pero llenándola de un ardor que hasta entonces sólo había vislumbrado, sentía como su abdomen me golpeaba y un leve rozón acariciaba mi clítoris, estaba empapada, mojándome, sacudida por unos orgasmos que no quería creer, que no quería gozar y que le pertenecían a otra mujer, a mi madre.
Adrian siguió todavía por un tiempo largo magreando mi sexo, aporreando mi cuerpo contra la cama, entonces tras una sacudida inundó mi interior con un chorro de su esperma. Sentía como me empapaba el interior de la pierna y se mezclaba con mis propios fluidos. Finalmente había terminado. Se dejo caer a un lado mío y se puso a roncar. Estaba confundida, llena de deseo y repugnancia, llena de un gusto indómito y una culpa calamitosa. Me quise poner de pie pero Adrian me sujeto de la muñeca. No te vayas, Nora, no me dejes nuevamente. Y se puso a llorar. Entonces me tendí a su lado dándole la espalda y el me abrazo con fuerza, cubriendo con sus manos mis tetas, y besándome con ardor la nuca.
Así comenzó mi vida como Nora, dejé de ser Adriana y también la hija de mi padre, pero eso ya se los contaré más adelante.