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Los casos de la niebla de la Cepeda Vieja 04: el terrible episodio de la familia

Relato enviado por : Coqueline el 19/01/2013. Lecturas: 4186

etiquetas relato Los casos de la niebla de la Cepeda Vieja 04: el terrible episodio de la familia   Fantasías .
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Resumen
Entre asombrados por su atrevimiento, y convencidos de que la desgracia caería sobre el osado corregidor y su familia, los vecinos se concentraron por la mañana junto a las puertas para verlos perderse entre la niebla


Relato
Moisés, el tabernero, y Judit, su mujer, tuvieron que vivir por siempre con la humillación de lo sucedido, mientras su hija, tras semanas de llorar, se mustiaba a ojos vista. Los vecinos dejaron de acudir a la taberna por las noches, salvo escasas excepciones, y el matrimonio, que aun entendiendo que lo sucedido no era de su responsabilidad, si no fruto de una posesión maligna, apenas tenía fuerza moral para hablarse.



Poco a poco, cada uno fue centrándose en sus cosas, ocupándose más del ganado y de la huerta, ante la súbita caída del negocio, encerrándose en sí mismos, avergonzados por la degradación que habían vivido.



Incapaces de afrontar el triste estado de su hija, la entregaron, como hiciera el padre de Belinda. Terminaron por poner a la pobre muchacha en manos de las hermanas del convento de Santa Clara de Vereda, pensando que tendrían más fuerza de voluntad que ellos para cuidarla y velar por la salvación de su alma. Allí llegó a tener parte principal en otro incidente que todavía no me siento capaz de relatar.



Por aquellos días, por los mentideros, habían empezado a circular historias más y más terribles sobre toda clase de seres monstruosos que estaban asolando los alrededores del pueblo, hasta el extremo de haber abandonado los hombres los trabajos en los campos, donde se intuía que el ganado, desatendido, debía estar en malas condiciones, y los cultivos quedarían yermos si nadie hacía nada por evitarlo. Las despensas y los graneros comenzaban a vaciarse, y la situación se hacía insostenible, hasta el punto de que el alcalde, un hidalgo de mediana edad llamado Diego de Saldaña, tomó cartas en el asunto, comprendiendo que, de seguir así las cosas, la situación llegaría a ser insostenible.



Fue su decisión de repararlas, la que puso en evidencia que la situación era aún más espantosa, si cabe, de lo que hubieran pensado: la degradación moral a la que podían ser conducidos los habitantes de Vereda no tenía límites. Los siniestros demonios que poblaban los campos podían actuar en grupos, y existían, como alguien había aventurado nadie sabe en base a qué oscuro conocimiento, los titanes.



Pero sigamos el orden lineal de nuestra narración para no enredar los hechos:



Convencido de la necesidad de conseguir que los vecinos volvieran a sus afanes, si no querían ver cómo morían de hambre, temerosos de abandonar los muros del pueblo, don Diego decidió predicar con el ejemplo y anunciar que, junto a Rita, su mujer, los gemelos -Nino y Martín-, y su joven hija Marga, tenían intención de salir de excursión al día siguiente para buscar setas en el bosque.



Entre asombrados por su atrevimiento, y convencidos de que la desgracia caería sobre el osado corregidor y su familia, los vecinos se concentraron por la mañana junto a las puertas para verlos perderse entre la niebla, camino de la Robleda del Concejo, donde de siempre es sabido que se dan los mejores boletus, parasoles y colmenillas.



Don Diego, muy ufano, vestido de terciopelo verde y medias marrones, caminaba tratando de disimular su miedo. Muy tieso, conduciendo de la mano a su señora, que vestía un traje de montar del mismo tejido, detrás de los gemelos -dos muchachos rubios de 16 años-, que escoltaban, como protegiéndola, a su hermana, nacida exactamente once meses antes que ellos y que, durante el de diciembre, como era el caso, se sentía mujercita al compartir la misma edad. Conformaban un cuadro chocante, como siempre: extrañamente elegantes, limpios, perfumados, de modales exquisitos, bellos a sus poco más de cuarenta años, merced al tiempo que sobraba en su vida opulenta de nobles ociosos, que les permitía ocuparse de asuntos intrascendentes, como cuidarse, tan ajenos a las preocupaciones del común de los vecinos.



Una vez lejos de las miradas indiscretas de los vecinos, caminaron a paso firme, atemorizados y nerviosos, por la vereda de Delaigua, en dirección al claro del Risco Viejo -que en tiempos más felices fuera una preciosa pradera alrededor de un afloramiento de pizarra oscura, en el centro de un añejo robledal adornado de líquenes y musgos-, pensando en llenar rápidamente de setas su cesta y regresar a la seguridad de los muros de su palacete.



Pero no era aquel su sino.



Tras caminar durante casi una hora en medio del paisaje que la niebla tornaba espectral y desasosegante, alcanzaron su destino. En el centro de la pradera, en los riscos, a cuyo alrededor apenas se atisbaban las siluetas de los árboles añosos y retorcidos, vislumbraron una silueta desconocida, intuyeron la presencia de algo que parecía no estar en su lugar. A don Diego le dio un vuelco el corazón. Casi gritó a los niños, que caminaban apenas unos pasos por delante, ordenándoles detenerse. Los muchachos pararon, mas doña Rita, no parecía sensible a sus deseos, como solía, y continuó avanzando, con la mirada perdida en lo que fuera que estuviera en el roquedo, como si una fuerza incontrolable la atrajera. Don Diego supo que algo iba mal, muy mal. Trataba de sujetar a su esposa, que logró liberarse de su mano y, desatendiendo sus gritos, sus súplicas, continuaba avanzando hacia el interior del claro, impasible, con una determinación invencible.



El pobre alcalde aterrorizado, tomando a sus hijos de las manos la seguía, temeroso, preguntándose de qué modo podría ayudarla, entendiendo que alguna de las extrañas maldiciones de la niebla se apoderaba de ella.



Paso a paso, a medida que se acercaban, se iban definiendo los espantosos perfiles de la figura que ocupaba el centro del claro como gobernándolo. Enraizado en las rocas, incorporado a su diseño, se erguía un trono monstruoso de piedra toscamente tallada, cubierta de una filigrana obscena de seres espeluznantes entregados a toda clase de prácticas depravadas. Sentado sobre él, semitumbado, con aire displicente, se encontraba el titán, ofreciendo una imagen de espantosa belleza, de terrible belleza estremecedora, infernal: su cuerpo gigantesco, quizás de tres metros de alto, estaba asombrosamente musculado; su torso enorme cruzado por correajes de cuero en cuyo centro un medallón dorado viejo mostraba la orgullosa cabeza de un caballo de crines llameantes. Parecía de pura piedra pulida, tal y como brillaban sus músculos enormes; su cabeza de caballo de ojos malignos, perversos, apenas se movía, como no fuera para pifiar de cuando en cuando dibujando en el aire un latigazo violento, como llamándoles; el resto de su vestimenta la componían unos recios zahones de cuero que apenas ocultaban la dureza de sus piernas brutales y enmarcaban... Enmarcaban aquel falo terrible, aquel tremendo falo enhiesto y brillante, marmóreo, de tres palmos de largo y grueso como la mayor de las jarras de cerveza de su ajuar.



Don Diego enloqueció de pavor. Soltando a sus hijos corrió para salvar los pocos metros que le separaban de su esposa. Tratando de sujetarla, incapaz de contener la fuerza invencible que parecía atraerla, fue atropellado por ella. Se agarró a los faldones de su levita de amazona desde el suelo en un último intento desesperado por contenerla, pero todo fue en vano. No logró si no hacer estallar los botones de la prensa y quedarse con ella entre las manos, llorando arrodillado mientras contemplaba a su Rita hipnotizada arrodillándose ante él, como rindiendo pleitesía a aquella polla gigantesca.



A un gesto desganado de su mano, la mujer se acercó más, agarrándose con las dos manos a aquel miembro de dimensiones épicas. Se inclinó el monstruo sobre ella. Sus movimientos, pausados y serenos, resultaban de una elegancia maligna. Doña Rita, hipnotizada, deslizaba su lengua sobre la tremenda polla del animal, dibujando en ella surcos brillantes de saliva, lo agarraba, lo recorría con sus manos de dedos largos y delgados y uñas largas, cuidadosamente limadas, lo adoraba mientras él, sin prisa alguna, desataba con un delicado movimiento de los dedos las cintas que soportaban el moño de la señora, liberando su largo cabello rubio, que se le derramó sobre los hombros, cardándoselo con las manos: Lamía la verga titánica gimiendo de placer mientras el monstruo desataba los cordones de su blusa, desabotonaba la falda abierta de amazona, deshacía con las uñas las enaguas hasta desnudarla por completo.



Sufría don Diego al contemplar a su mujer, su belleza deslumbrante, sus limpios senos como de leche frotándose sobre aquel falo siniestro. Se avergonzó al comprobar su propia erección, la tremenda excitación que le causaba la escena depravada, la libidinosa ansiedad con que su mujer, arrodillada, se abrazaba al miembro descomunal de aquella bestia, acariciándolo, besándolo, haciendo deslizarse con las dos manos la piel sobre el glande amoratado y brillante que desprendía un caudal incesante de un fluido azulado y cristalino, que emitía una sutil luminosidad, un brillo perverso, y que ella buscaba con la boca. Se avergonzó al sentir la excitación que le causaba aquel envilecimiento, aquella enfermiza atracción, aquel deseo perverso que llevaba a Rita, su pobre Rita, a adorar de aquel modo la monstruosidad que tenía entre las manos.



La bestia, reclinada de nuevo extendió sus piernas. Rita, sin dejar ni por un instante de mantener el contacto lascivo con el objeto de su deseo, se sentó sobre una de ellas. Frotaba su sexo gimiendo sobre ella mientras bebía de aquella extraña leche azul. Su vulva dejaba un rastro brillante de baba sobre el cuero del zahón.



Embebido como estaba ante el espectáculo malévolo que se desarrollaba ante sus ojos, impotente y excitado, se sobrecogió al escuchar una voz dulce, cristalina que, apenas en un susurro como de plata, vertía veneno junto a su oído. Se estremeció al sentir las manos pequeñas de una muchacha delgada en su pecho, la presión sobre sus nalgas, la caricia sobre su miembro endurecido, que le hicieron comprender que un súcubo le abrazaba.



.- ¿Has olvidado a tus hijos?



Girándose los vio a pocos metros de donde se encontraba. Desnudos de cintura para arriba, el uno frente al otro, dejándose quitar los calzones por dos gitanillas perfectas, de cuerpos morenos y cabellos rizados, que besaban sus hombros y sus cuellos mientras deshacían lentamente cada nudo hasta liberar su sexos enhiestos, hasta descubrir por completo sus cuerpos delgados y atléticos, perfectamente lampiños, sus labios de carnal sensualidad, sus ojos azules, preciosos. Las muchachas, los engendros, mejor dicho, mordían suavemente los hombros de los chiquillos, que dejaban caer sus cuellos desmayadamente, mirándose. Sus manitas, de muñecas cargadas de pulseras tintineantes de cascabeles y cuentas de cristal, acariciaban sus pubis, sus culitos duros y apretados, sus genitales colándose entre sus piernas. Los muchachos suspiraban, respondían a las caricias con enorme sensualidad. Las gitanillas los iban empujando suavemente, haciéndolos acercarse el uno al otro hasta encontrarse pegados; susurraban palabras envenenadas en sus oídos y los muchachos se abrazaban, se acariciaban, se besaban. Sus sexos, casi de hombres, se frotaban suavemente.



Las manos del súcubo habían mientras tanto liberado su polla endurecida. Sintió una vergüenza inmensa, pero era incapaz de oponer la menor resistencia. Mientras sus hijos se besaban, se agarraban el uno al otro sus pollitas pálidas, sentía crecer en su interior un calor infame, un deseo infame y repugnante. Sentía manar el flujo que expresaba su ansia, la enfermiza pasión que, espantado, sentía crecer en su interior.



Envenenados ya los muchachos, las gitanillas los dejaron enzarzados en su juego de besos y caricias, recorriéndose con las manos, acariciándose los sexos erectos, brillantes de babilla cristalina y templada, agarrándoselos, y se encaminaron, como danzando, cantando y riendo hacia donde la pequeña Marga se encontraba, sentada en la hierba, extendida alrededor la amplia falda larga, contemplándolo todo con expresión de asombro.



Don Diego, víctima ya de una fiebre incontenible, despreciándose a sí mismo al tiempo que se dejaba acariciar por la muchacha, desnudo ya por sus hábiles manitas, se dejaba hacer. Extrañado, comprendía que incluso la presión entre sus nalgas de aquel miembro demoníaco le causaba excitación. Se sintió perverso, perdido, cuando reparó en que su propia mano lo agarraba, jugueteaba con él ajena a su voluntad. Veía a su esposa lamiendo cada vez con mayor entrega la polla gigantesca del titán, a sus hijos entregados a caricias contra toda lógica natural, contra toda la virtud de cuanto consideraba bueno y limpio.



A su propia hija, apenas unos días después de su dieciséis cumpleaños, la rodeaban las dos gitanillas que, tras hacerla incorporarse, danzaban a su alrededor jugueteando con ella, haciéndole dar vueltas. La muchacha reía mientras aquellos dos cuerpos menudos y perfectos la tomaban de las manos, la zarandeaban en un alegre baile de ninfas; jugueteaban con sus dedos en su ropa, desataban, tiraban, la desnudaban como jugando, y la muchacha reía, esparcía en el aire su risa cristalina mientras aparecían ante los ojos de su padre sus dulces pechitos diminutos de pezoncillos sonrosados, su pubis limpio, levemente abultado, sus piernecillas delgadas, su culito, aquel culito... Don Diego, espantado, supo que quería tomarla. Incluso las palabras que conformaban su más hondo pensamiento se corrompían, como lo hacía su alma. En su fuero interno, horrorizado, se decía que quería follar el culo de su niña, que quería comerles la polla a los muchachos, hacer que...



Girándose, incapaz de centrar la atención en ninguna parte, casi mareado, enloquecido por la efusión que veía a su alrededor de prácticas corruptas y malvadas, pudo comprobar que su súcubo era la hija de León, la pobre muchacha perdida. Sus manos se acercaron a sus pechos redonditos, mullidos y suaves. La muchacha se abrazó a él introduciendo la polla del alcalde entre sus piernas, acariciándola con sus muslos, lubricándola con los flujos que manaban de su vulva escondida tras los genitales que colgaban al pie de aquel sexo duro y venoso que se frotaba en su vientre mientras la chiquilla, más que besarle, se le comía la boca apretando los senos en su pecho. Agarró sus nalguitas tan duras. Sentía espanto ante sus propios actos, ante sus propios deseos desatados.



La madre, mientras tanto, incapaz de percibir a su alrededor nada que no fuera el falo del monstruo que se había convertido en su objeto de adoración y la totalidad de su mundo, se había sentado sobre su vientre, abrazándose a la verga, que asomaba entre sus piernas como si fuera propia. Frotaba su vulva empapada contra el tronco brillante, que se erguía entre sus piernas desafiante. Jadeaba moviendo su pelvis, restregándose en él. Jadeaba. Parecía ir de uno a otro orgasmo sin solución de continuidad.



Nino, ante la mirada cargada de culpa de su padre, se había arrodillado ante su hermano. Mamaba su verga mientras movía el culito provocándole. Don Diego, exasperado, contemplaba los testículos lampiños asomando por debajo de sus nalgas, la expresión embelesada de Martín, que se agarraba con ambas manos a la cabeza de su hermano. La monstruosa muchacha que frotaba su polla endurecida en su vientre mientras recogía la del alcalde entre las piernas, sin dejar de besarle, de recorrer su cuerpo entero con caricias, le empujaba hacia ellos suavemente, casi inadvertidamente, mientras susurraba con su voz transparente su maldita invitación junto a su oído:



.- Son tuyos, Saldaña...

.- …

.- ¿Por qué no tomarlos?

.- …

.- Son tan bellos...



Centímetro a centímetro, se acercaban. Podía escuchar con claridad los jadeos del joven Martín, que entornaba los ojos. No podía evitar morder el cuello de la muchacha. Agarraba su polla, la acariciaba con auténtica lascivia. El residuo de conciencia que el maligno permitía a su inteligencia tan solo para aumentar la perfidia de sus obras, se espantaba ante el deseo que sentía, ante la lujuria con que acariciaba el sexo de aquel monstruo, ante la negligente pasividad con que permitía ser conducido al peor de los pecados. Se separó de él cuando estaban ya junto a los muchachos. Inclinándose sobre Nino, dejó escapar entre sus labios un hilillo de baba azulada y cristalina que pareció tomar vida al caer sobre el agujerito sonrosado entre las nalgas del chaval, burbujeando, deslizándose en su interior. El muchacho gimoteó al sentirla. La súcubo se movía casi sin rozar el suelo, como si flotara. A la espalda de Martín, arrodillada, lamía su culito con una lengua azulada y picuda, la introducía en él causándole un efecto asombroso. El chiquillo culeaba introduciendo su pollita hasta el fondo en la boca de su hermano, gimoteaba como poseído por un deseo voraz, temblaba. Lanzó un sonoro quejido de lujuria cuando la muchacha clavó entre sus nalgas pálidas su miembro duro y tenso. Agarrándole las manos le hizo inclinarse. Le manejaba tirando de sus brazos y aflojando, haciéndole clavarse una y otra vez la verga. Don Diego ni siquiera supo en qué momento había clavado la suya en Nino hasta el fondo. Arrodillado, incorporándose, el muchacho dejaba caer la cabeza hacia un lado en un mohín tímido, dejándose joder, dejándose agarrar el miembro por su padre, que odiaba profanar de aquel modo a su pequeño y, pese a ello, empujaba con su pelvis, le clavaba su virilidad casi jadeando, sudando. Cuando se encontró con la polla de Martín, inclinado frente a él, la introdujo también entre sus labios, la mamaba como a un biberón, haciéndole temblar más y más cada vez.



Marga, la pobre Marga, ya no reía. Una de las gitanillas, de rodillas en el suelo, la tenía sentada sobre sus muslos; la otra, aposentada entre sus piernas, la abrazaba, lamía sus pezoncillos breves. De sus sexos brotaban como anémonas malignas una miríada de delgados latiguillos rojo fuego, rojo y negro, que latían y brillaban con apariencia gelatinosa y se introducían en su coñito limpio, entre sus nalgas apenas abultadas. Se retorcía, gemía, y sus gemidos aparentaban un lloriqueo de intenso placer. Su pubis en movimientos arrítmicos, sincopados, se convulsionaba sintiendo vibrar aquellos miles de tentáculos malvados en su interior, sintiendo culebrear los que, apenas asomando de la boca de la gitanilla morena que estaba frente a ella, se enredaban en sus pezones, se extendían sobre sus tetillas piramidales, diminutas; inclinaba hacia atrás la cabeza temblando para dejar que por su boca se introdujeran los que salían de la boca de la que estaba a su espalda. Quería sentirse llena de aquella cosa que temblaba en su interior, que se retorcía causándole un marasmo de diminutos calambres que la hacían enloquecer de placer. Miraba a su padre, frente a ella, sodomizando a su hermano, tragándose con ansia la pollita del otro -no los diferenciaba en aquella vorágine de placer palpitante y terrible que la dominaba-, acariciaba con sus manos las nalgas de aquel monstruo que le follaba sin descanso haciéndole gemir casi como una niña.



Unos metros más atrás, Rita, su madre de pie sobre los muslos del monstruoso gigante de cabeza de caballo, conducía el glande de la verga gigantesca entre los labios empapados de su sexo. Como en trance, comenzó a doblar las rodillas lentamente, componiendo en su rostro un rictus entre el dolor y el intenso placer a medida que aquello iba clavándose en su interior, desgarrándola, dilatándola hasta extremos imposibles, quemándole las entrañas, ardiéndole dentro.



Don Diego, estremecido de vicio perverso, del nefando deseo demoníaco que le invadía, la jaleaba, la animaba a seguir espantando al fondo consciente de su cerebro. De sus labios salían procaces insultos, gritos con que animaba a su mujer a empalarse en aquel falo inmenso.



Arrodillada ya, con más de la mitad de la polla gigantesca perforándola, destrozada por aquella amalgama terrible de placer desbocado y dolor que la dominaba, la mujer del Alcalde se esforzaba por seguir bajando más cuando, sin previo aviso, aquello estalló en su interior. Una riada incontenible de esperma azulado y brillante comenzó a brotar de entre sus muslos, a chorrear en el suelo. La quemaba, y, sin embargo, no podía contener el ansia de sentirla. Se dejaba hacer, gritaba, se convulsionada casi incapaz de moverse con aquella verga dentro. Se agarraba los senos con las manos estrujándolos, tirando de ellos como si quisiera arrancárselos. Temblaba descontroladamente, lloraba lágrimas negras que dibujaban surcos en sus mejillas.



Don Diego se dejó ir. Mientras veía a su mujer de aquella guisa, sintió que el esperma de su hijo le golpeaba en la cara y se inclino para beberlo, mamando de su pollita con un ansia salvaje mientras él mismo se deshacía entre las nalgas de Nino sin dejar de pelarle el sexo duro y empapado hasta hacerle correrse a él también. De entre sus nalgas goteaba aquel esperma azulado y brillante que la súcubo vertía en su interior. Gritaban, como gritaba su hermana, aunque esta ahogadamente, sintiéndose morir llena de aquellos latiguillos palpitantes.



Hubiera deseado que todo terminara allí. Don Diego, espantado por sus actos, hubiera preferido morir, dar fin a aquella aberración monstruosa, pero el diablo tenía más pecados preparados para él.



Tras un instante apenas de aturdimiento, sintiendo en la boca todavía el gusto insípido del semen de su hijo, comprendió que no podría parar, que aquella perversa pulsión que lo dominaba no iba a saciarse todavía. Empujó al joven Nino arrojándole al suelo. El muchacho, con una sonrisa perversa en los labios y una luz azulada en la mirada, le provocaba mostrándole su falo erecto. La súcubo, riendo, danzando a su alrededor, le condujo allí donde las gitanillas habían abandonado a su pequeña, trémula, temblorosa todavía. Cambiaron de lugar. Las dulces muchachas morenas se dirigieron a los dos mellizos mientras la hija de León, arrodillada, incorporaba con sus bracitos a su pequeña como si no pesara, y la dejaba caer, abrazándola por la espalda, en las mismas narices de su padre, sobre su polla brillante y dura, que atravesó su culito sin esfuerzo haciéndola gemir. Comenzó a bombearla mientras con sus dedos pellizcaba los pezoncillos claros, abría los labios de su vulva sonrosada, rozaba apenas su clítoris perlado y sensible, haciéndola jadear, mordiéndole el cuelo, lamiéndole las orejitas, ofreciéndosela a su padre con las piernas separadas.



.- ¿Qué importa ya, Saldaña? -susurraba con un tono cristalino y musical-.

.- …

.- ¿Es que vas a dejar sin atender este coñito empapado?

.- …

.- ¿No quieres al menos lamerla?



Se arrodilló entre sus piernas largas y delgadas y sus labios se apoyaron sobre aquellos otros que parecían sonreirle. La vulva húmeda y brillante de la niña palpitaba a la dulce caricia de sus labios, parecía viva; sus muslos temblaban cuando succionaba el botoncito duro, cuando aventuraba un dedo en su interior para sentir la caricia sedosa y cálida.



A cada lado, uno de sus hijos permanecía arrodillado, abrazado por una gitanilla, penetrados sus culitos por aquellos mínimos tentáculos brillantes que también abrazaban sus pollitas, que parecían latir alrededor de ellas.



Acercándose, sin poderse controlar, clavó su polla entre las piernas de Marga, que agradeció el gesto con un gemido mimoso. Sintió la presión de su coñito estrecho y suave, la caricia de sus labios en la boca, el roce de la polla de la súcubo, separada tan solo por una delgada y suave pared de la suya. Pellizcó sus pezoncitos. La niña gimoteaba, podía sentirla estremecer. Se movía acompasadamente. Ahora adelantaba su pelvis clavándose hasta el fondo la polla de su padre, ahora la retiraba, y era la de la súcubo la que entraba hasta el fondo de su culito hasta apoyarlo en el pubis.



Los chicos gemían también. Sus capullitos tornaban de su color sonrosado al morado mientras recibían las caricias viscosas y cálidas de aquellos tentáculos espantosos. Las gitanillas los besaban, acariciaban sus pezones, hacían resbalar sus manos sobre sus pubis aterciopelados y duros, sobre la piel tersa del interior de sus muslos.



La bestia, mientras tanto, agarrando a dona Rita por los hombros, la incorporó sacando de su interior su rabo tremendo y brillante. Un mar de esperma azulada manó de su interior. Sin pausa, la mujer exahusta sintió cómo se clavaba entre sus nalgas. Gritó. Gritó como una posesa mientras aquello la atravesaba con fuerza, como con rabia. Grito sintiéndose destrozada, y presa al mismo tiempo de un placer indescriptible. Grito mientras el falo mitológico la atravesaba entera, como si la partiera en dos. La desgarraba. Sintió apenas uno, dos, tres empellones, y su piel, y la del monstruo, fueron tomando el color gris de la piedra, el tacto seco de la piedra, la rigidez de la piedra, la inalterable inmovilidad de la piedra, convirtiéndose en estatua.



Y Don Diego, en aquel mismo momento, mirándola con lágrimas en los ojos, comprendiendo la irreversibilidad de aquel instante, comenzó a correrse en el interior de la chiquilla que gemía, de su hija, que se estremecía convulsionándose con la polla de su padre entre las piernas, mientras los mellizos los salpicaban a todos descargando a borbotones sus lefarrones templados, sus abundantes estallidos de esperma entre gemidos, que impactaban en la cara de su hermana, que resbalaban sobre los delgados tentáculos rojos, que parecían beberlos con satisfacción.



Cuando despertaron, desnudos, doloridos y avergonzados, contemplaron sin un gesto siquiera, impasibles, consumidos por sus propios pensamientos, la monstruosa estatua en el centro del claro: un titán de dimensiones asombrosas taladraba con su verga gigantesca el culo de una mujer que era su madre. La mujer tenía la expresión arrobada, enamorada, y de sus labios parecía escapar un grito desgarrador, congelado en el aire. El detalle con que estaban esculpidas hubiera asombrado a cualquier espectador ignorante de los hechos. La piedra pulida delineaba en el aire cada pliegue de su vulva dilatada, cada grano diminuto de sus pezones erectos.



Al regresar al pueblo, sucios, desnudos, despeinados, cargando con una cesta que, como una ironía, habían encontrado sobre la hierba llena de setas hasta el borde, arrastrando los pies, los vecinos, apiadándose de ellos, cerraban los postigos a su paso, evitándoles la vergüenza de que los vieran así, y haciéndoles sentir la vergüenza de su compasión.

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Comentarios enviados para este relato
katebrown (18 de October de 2022 a las 21:38) dice: SEX? GOODGIRLS.CF


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