El casamamiento inminente...la tentación...¡y la moraleja...!
Relato
Las moralejas a veces parecen como anillo al dedo, dejándonos una enseñanza imperecedera. Y éste fue el caso.
Noviaba yo con Martha, la que sería mi primera esposa. Una muchacha toda frescura y vitalidad, todo fuego y deseo. Y la verdad que ese fuego nos consumía sin remedio, y ese deseo nos devoraba las horas, los días y los meses, al punto tal que –en un planteo netamente utilitario – resolvimos casarnos. Ahorraríamos así tiempos de viajes y charlas telefónicas, y dineros de traslados y hoteles. Ya se: la vida nos enseñó en poco tiempo que no hay ahorros posibles y que todo se paga al contado. Pero esa es otra historia.
Volviendo a la nuestra, un solo impedimento se interponía entre nuestra resolución y mi convencimiento. Y este impedimento tenía forma de mujer. Helena, la mejor amiga de mi novia. Una morochita toda pasión, provocadora. De esas mujercitas que a todos desafían, que nada las amilana al momento de llevárselo a uno a la cama. Ojos claros, piel trigueña, no dejó de juguetear conmigo desde que nos conocimos. Bastaba que mi novia nos diera la espalda para que sus poses se volvieran insinuantes, para que sus miradas seductoras se clavasen en mis ojos.
Cuando resolvimos casarnos, la situación se tornó más agresiva. A las ya habituales exhibiciones de piernas y escotes, se agregaron los roces cada vez que la oportunidad se prestaba, o los besos de saludo demorados más de la cuenta, tan cerca de las comisuras. También su presencia entre nosotros se volvió más frecuente, más activa. Visitaba a Martha todos los días, y se quedaba toda la jornada. Y si bien amaba a mi novia, no sabía en qué momento sucumbiría a tanta presión, a tantos encantos.
Ya en la última semana antes de la boda, una tarde, Helena me llamó a mi trabajo, pidiéndome que pasara por su departamento a revisar los bocetos de decoración para la fiesta, que ella había tomado bajo su responsabilidad. Quedamos que a las 5 de la tarde nos encontraríamos.
Llegué a su puerta dos o tres minutos antes. Me abrió al primer llamado. El batín corto que apenas la cubría y el cabello mojado me dieron indicios ciertos de que en ese momento salía de la ducha. Su beso de bienvenida, más lento y más cercano aun a mis labios, terminó por ponerme sobre aviso, alerta más a mi casi segura claudicación que al peligro de sus encantos. Pasamos a su cocina comedor, que hacía las veces de sala de trabajo. Me mostró los bosquejos, algunos dibujos a mano alzada, las telas y colores elegidos…y su escote abismal. Reclinados sobre la mesa, hacíamos la pantomima de analizar los aspectos de la decoración, pero en realidad mis ojos, mis sentidos y todo mi ser se extraviaban entre los pliegues de ese batín, que se abría ante cada movimiento, dejándome al borde del infarto con la insinuación de su desnudez.
Cuando Helena comprobó mi erección, imposible de ocultar a esas alturas, descaradamente soltó el cinturón de su batín, y con una sonrisa cómplice me dijo:
—Eduardo, ya sabés que te he deseado siempre…y siempre te has hecho el tonto…— Dejó correr su batín de los hombros, y como un telón, cayó al suelo, dejando a Helena desnuda y resplandeciente. Como si nada hubiera pasado, comenzó a caminar muy despacio hacia su habitación y continuó diciéndome:
—Bueno…ahora iré a mi dormitorio y me tenderé a esperarte. — Se detuvo y se volvió hacia mí. —Vos sabrás si venís o si salís por aquella puerta…— y señaló la que daba al pasillo de salida. Sin decir más, se llevó ese cuerpo candente hacia la cama.
Yo miré el camino hacia la habitación. Luego, la puerta de salida. Pensé unos momentos. Me encaminé hacia la salida. Busqué el ascensor. Bajé. Salí a la calle y me encaminé hacia mi auto, estacionado a pocos metros. Allí estaba parada Martha, mi novia, con los ojos brillantes por la humedad de las lágrimas apenas contenidas, que corrió a mi encuentro con sus brazos abiertos y me estrechó emocionada, mientras me decía:
—¡Ahora, Eduardo, sé que me amás de verdad! Has podido resistir la tentación por amor a mí…¡¡Te adoro, mi amor!!
Subimos al auto y nos fuimos.
¡Ahhh, cierto…! ¡La moraleja…!: Guarda siempre tus condones en la gaveta del auto…
Ambos iniciamos a besarnos con toda pasión, con aun más pasión que la primera vez, mientras nos besamos Armando comenzó a tocarme mi zona intima debajo la falda de mi vestido y como consecuencia a esto de inmediato me moje toda, ¡Quiero hacerte el amor! Me dijo suavemente al oído, -Lo sé y también quiero- le conteste.
Relato erótico enviado por putita golosa el 29 de August de 2010 a las 23:31:22 - Relato porno leído 513554 veces