Tenía 17 cuando conocía mi primo Gerardo. Solos en el campo se realizan todas mis fantasías de tener sexo con un hombre por primera vez
Relato
El verano en que cumplí diecisiete años conocí a Gerardo, mi primo. De joven, la hermana de mi mamá se había mudado a la ciudad de Resistencia siguiendo a un hombre chaqueño a quien había conocido cuando ambos estudiaban contabilidad en la universidad. Gerardo tenía cuatro años más que yo y era su primera vez en Buenos Aires. Habían llegado todos, mis tíos y mis primos, Gerardo y las dos chicas mayores, Andrea y Susana, a pasar la navidad con nosotros. Como con Gerardo congeniamos desde el principio, mis tíos me invitaron a pasar las vacaciones en su casa del campo cerca de la capital.
Los primeros días en el Chaco todo era nuevo para mí, el viaje, una primera estadía en la casa de Resistencia, tan pueblerina y distinta a la ciudad de la que venía. Y el calor que lo incendiaba todo en el día, para dar lugar en la noche a un ambiente húmedo y pesado. En las salidas por la ciudad yo iba detrás de mi primo, visitábamos bares donde me presentaba amigos y amigas, nos quedábamos hasta la madrugada charlando y tomando birras, vino y, mi primera experiencia, algo de porro que me hacía reír y soltar como nunca antes. A la semana siguiente nos fuimos a la finca del campo con toda la familia, aunque unos días después las chicas y mis tíos volvieron a la ciudad para arreglar el ingreso a los estudios de ambas.
Así que nos quedamos solos, yo al cuidado de Gerardo, como le advirtió mi tía al despedirnos. De día nos bañábamos en la pileta de la finca para aliviar el calor y por la noche nos emborrachábamos o nos drogábamos riendo y conversando hasta que caíamos rendidos. En la soledad del monte chaqueño no podía apartar de mi mente un pensamiento que me avergonzaba y que, a pesar de ello, me invadía cada día con más fuerza: lo que me gustaba Gerardo. Cuando se estiraba como lagarto a tomar sol en la reposera lo miraba de reojo, el vientre plano, las piernas fuertes, la piel morena y una cara con unos labios que me hacían suspirar de solo pensarlos. Creo que él no percibía el huracán que había en mí aunque poco a poco fui dándole a entender, de manera inconsciente, de que –por lo menos yo- estaba listo para lo que fuera. Yo sabía que mi cuerpo era como de mujer y lo que provocaba en los hombres debido a mi cola redonda, mis piernas largas y nada musculosas y mi pecho angosto. Había sentido los roces intencionales en los colectivos y una vez me había pasado en el colegio con el profesor de gimnasia, una tarde, en que todos se habían ido y quedamos solos en el vestuario. Se hacía el chistoso cuando me acarició el culo como casualmente mientras me miraba con intención, por lo que cambié totalmente mi actitud y se controló. Pero me había deseado, había sentido su mirada lasciva, su calentura. Me sentí extraño, avergonzado pero ese día me di cuenta que tenía un poder que desconocía y me inquietaba.
Las noches en el Chaco pasaron indolentes. Yo no evitaba que mis fantasías volaran en historias de sexo y deseo con Gerardo. Un día, casi al caer la noche de un martes húmedo y de sol feroz, se fue a dar una ducha y yo lo seguí dándole charla. Mientras él se bañaba, yo esperaba turno sentado en el inodoro, ensoñado por el porro que habíamos consumido un rato antes. No corrió la cortina y lo vi desnudo, enjabonándose, con los ojos cerrados y la piel brillante de gotas. Entre las piernas le asomaba su pija dura y parada. Se la miré con ganas. Estaba tan absorto que no me di cuenta que se había enjuagado la cara y me miraba, en ese instante me pareció que se había dado cuenta. Se sonrió y yo di vuelta la cara para disimular.
–No doy más, estoy muy caliente, dijo por lo bajo.
–Si, yo también-, se me escapó.
Salió de la bañera y se sentó en el borde sin secarse, así mojado como estaba, abrió la toalla y empezó a acariciarse mientras yo, decidido, me desnudé y deje correr el agua para bañarme. El líquido tibio resbalaba por mi cuerpo y se encerraba por el desfiladero de mis nalgas para derramase entre mis piernas, el pelo mojado se estiró sobre mi cuello. Había dejado de prestar atención al entorno, deleitado por mis sensaciones, cuando me di cuenta que Gerardo había cambiado de posición y me miraba, la boca abierta, el pene duro y su mano derecha que subía y bajaba, gozando. Dudé de lo que estaba pasando aunque por un momento pensé que todo era debido a mí y me deje llevar, me acaricié sensual y con las piernas juntas moví lentamente la cadera, con ademán de gata, enjabonándome, indiferente y a la vez consciente de los ojos de Gerardo clavados en mí. Unos minutos después lo sentí desbarrancar en un largo gemido y, cuando me di vuelta, su leche se le derramaba entre los dedos. Salí de la bañera, me sequé, después no dijimos ninguna palabra. Esa noche, después de cenar, me acosté con un rubor en la cara que no me dejó dormir por un largo rato. Soñé que estaba en un concierto de rock lleno de gente, sin lugar para moverse y un chico de atrás a quien no conocía se frotaba caliente contra mi culo mientras soplaba su respiración tibia en mi cuello. Yo lo dejaba hacer. Cosas raras de los sueños, en un momento ya no tenía pantalón sino una falda y me la estaban levantando. Cuando sentí la carne que me entraba desperté agitado y mojado de transpiración. Gerardo se había quedado viendo la televisión y no lo escuché cuando, tarde, entró en el cuarto.
Al día siguiente, muy temprano, tomó la camioneta y se fue al pueblo a hacer unas compras y visitar unos parientes. Me enteré por la nota que me dejó en la cocina. Estaba solo en la casa y empecé a curiosear, con tiempo para hacer nada. En la nota también me informaba que iba a volver al caer el día. Las imágenes del baño me volvían recurrentemente ¿había notado mi excitación? ¿Que estaba temblando? ¿Mi cuerpo desnudo ofreciéndose a él? ¿Había pensado en mí cuando acababa? Mis fantasías aleteaban. Empecé a recorrer la casa. En un abrir y cerrar armarios encontré ropa de mis primas, todo un arsenal al alcance de la locura que a esa altura de los acontecimientos se había apoderado de mí. Tenía un secreto oculto que arrastraba desde los doce años. Animado por la figura que me devolvían los espejos me encantaba vestirme de chica, la suavidad de las telas, los vestidos. Estaba decidido a salir del closet por lo menos una vez, y podía ser esta era la oportunidad imaginada. Me probé la ropa que mis primas habían dejado, con una ansiedad que solo igualaba mi calentura. Me estuve poniendo y sacando prendas como dos horas. A la tarde me drogué un poco y me solté más, si eso era posible. Sentí que se borraban todos los límites, fui al baño y me afeite las piernas, las axilas y la cola con la afeitadora de Gerardo. Me unté con crema. Sentía la piel como de seda. Me acaricié largamente, con delicia. Ya tenía decidido lo que me iba a poner: una tanga roja que me dibujaba un triangulito mínimo por atrás que se adhirió en el desfiladero entre mis nalgas y me hizo estremecer. Saqué del cajón el corpiño que hacía juego y lo rellené de algodón para armar unos pechos redondos de tamaño aceptable. El talle de una de mis primas se ajustaba perfectamente a mi cuerpo. Me enfundé en una blusa blanca ajustada, con mangas elastizadas por encima del codo, que dejaba mis hombros desnudos y se amoldó como un guante en mi figura delgada. Me puse una falda negra de una tela suave, como de seda, que se abría en pliegues un poco por debajo de la cintura y denotaba al caer la perfecta redondez de mi cola. En el fondo del vestidor encontré unas medias de lycra negras, con ligas, bien transparentes que me hicieron suspirar de placer cuando las hice subir por mis piernas peladas y suavizadas por el sol de esos días. Busque un espejo para mirarme, me imaginé rodeado de miradas lascivas, de hombres en celo. Estaba tan sexy que yo mismo hubiera aullado de ser parte de la jauría. Me alcé en unas sandalias de taco que me quebraban la cintura y me obligaban a empujar la cola hacia atrás para mantener el equilibrio. La tenía dura debajo de la tanga, estaba ardiendo, miré al el espejo y meneé la falda bailando. Faltaba poco para que Gerardo llegara. Me asaltó el miedo ¿Y si se ponía violento? ¿Si todo lo que yo había imaginado era solo eso? ¿Y si en vez de comprenderme, me denunciaba frente a sus padres? Sabía con certeza que le iban a ir con el cuento a los míos y entonces estaba todo perdido. Me cruzó por la cabeza un “mierda, que estoy haciendo”. Pero mi mente ya no mandaba sobre mis actos. Enloquecido de dudas, igual agité mis rulos y pinte suavemente mi cara frente al espejo, un delineado en los ojos y un brillo en la boca de un rojo suave y brillante. El perfume de mujer con que me rocié, me embriagó del todo. Sentía fuego cuando las telas del vestido rozaron contra mí, acariciándome. Nunca, en toda mi vida había estado tan caliente.
Fumé un poco más porque el efecto se disipaba. A lo lejos sentí el ruido del motor y mi corazón saltó del pecho. Tenía tanto miedo que por un instante se me cruzó escapar. Pero me quedé, sentado en el sillón, las piernas cruzadas, esperando. Una chica en celo, asustada de jugar con fuego, con la ilusión un macho que la calmara.
Cuando Gerardo entró con las bolsas, la penumbra del ambiente no le permitió distinguir mi sombra. Entonces me llamó.
-“Hola, ya llegué. ¿Estás en casa?”
-“Si. Te estaba esperando”, le dije, con voz temblorosa, oculto en las sombras.
-“Está oscuro. ¿Dónde estás?”, preguntó.
Entonces prendí el velador, me puse de pie y caminé hacia donde estaba con pasos suaves.
-“Acá, y… no te enojés…, por favor…”
Se hizo un largo silencio en el que me miró sorprendido, el tiempo para que su mente se acostumbrara a lo que estaba pasando.
-¡No te puedo creer!-. Otra vez silencio, hasta que me gruñó:
-Explicame que no entiendo nada. ¿sabes que desde que te conozco hubo algo que me parecía raro? Con razón había algo que no me cerraba desde ayer.
Temblaba. Me senté mientras él permaneció de pie. Ahí estaba: una chica con las piernas desnudas y la faldita corta. Estaba seguro de que mi perfume lo envolvía. Se lo veía confundido. No gritó, no me pegó ni expresó desagrado, al revés, se lo notaba nervioso. Balbuceó no se qué de cómo podía ser tan… y otra vez que lo debía haber imaginado. Nos quedamos en silencio, él se fumó el pedazo del porro que había dejado. Un rato después reaccionó:
-¡No podes ser tan… puto, carajo! Por favor, andá sacate eso que me pones nervioso, a ver si llega alguien.
No pude evitar las lágrimas incontenibles y me cubrí la cara con las manos mientras corría hacia el cuarto. La cabeza me estallaba de vergüenza. Gerardo me siguió. Me senté en la cama sollozando mientras con un gesto le pedía que me dejara. Pero no se fue. Se quedo mirando, parado en el vano de la puerta. Pasó el tiempo del ocaso y la penumbra nos envolvió. Ahora todo estaba perdido, sentía una angustia dolorosa en el pecho que me impedía siquiera pensar las consecuencias de lo que había hecho.
Cuando levanté la vista, Gerardo estaba parado delante de mío y algo en él había cambiado. Me miraba fijo. Me tomo de una mano impulsándome a levantarme. Me puse de pie y quedamos tan cerca el uno del otro que podía sentir la tibieza de su cuerpo.
-No es para tanto. No te pongas así-, dijo. Me abrazó para consolarme. Yo no paraba de llorar con la cabeza en su hombro, implorándole que me perdonara. De repente sentí que sus manos bajaban por mi espalda, acariciándome lentamente. El olor de hombre me mareó. Deseaba que me besara, tocarlo, ahora que se había pegado a mí con su cuerpo musculoso. Suspiré cuando me abrazó por la cintura con firmeza. Su boca buscó la mía y la abrió con un beso largo y húmedo. Nos lamimos las lenguas, la suya entrando y saboreando la mía. Ahora sus manos llegaron hasta mis nalgas para acariciarlas, primero a través de la tela y después metiéndolas por debajo de la pollera mínima. Sentí que estaba soñando. Le cruce mis brazos alrededor del cuello para que los suyos pudieran hacer conmigo libremente. Uno de sus dedos exploró el estrecho. Dijo “qué linda cola que tenes”. Entonces lo empujé, un poco, lo suficiente para poder bajar mi mano entre sus piernas y acariciar, por encima del pantalón, su pija dura y tibia. Le desabroché el cinturón con las piernas temblando, me puse de rodillas sin dejar de tocarlo y mi boca quedó a la altura de su miembro. Sentí mi cara encendida como una brasa. Lentamente le baje todo hasta dejarlo desnudo de la cintura para abajo. Me envolvió el olor de la pija y sin dudar un instante le pasé la lengua por la cabeza y me la metí entre los labios. Se la chupé despacito, mojándola con mi saliva, empezando por el glande rojo, mientras con una de mis manos subía y bajaba masturbándolo y con la otra le acariciaba los testículos y la cola. Los siguientes diez minutos se dejó hacer, entre gemidos. No dejé parte sin lamer, mientras iba tragando el líquido viscoso que despedía, que todavía no era semen pero lo anunciaba. Por momentos, Gerardo me empujaba la cabeza con las manos y me obligaba a metérmela entera hasta atragantarme. Lo tenía en mi poder, lo estaba enloqueciendo. Oí su jadeo y su respiración agitada mientras gruñía unos gritos graves, como rugidos. El tiempo pareció que se había detenido. De repente, sin saber cómo, supe que se venía. Tras una serie de convulsiones, el semen tibio me inundó la boca en oleadas sucesivas. Era tanto que dejé que una parte se derramara por la comisura de mis labios para no atragantarme. Saque la boca de la pija y dejé que mi primo terminara sacudiéndola con su mano. La última leche me salpicó a ambos lados de la cara y en la frente, una lluvia blanca que me desarmó de placer. Mi pene se erguía por fuera de la bombacha y sentía que me palpitaba el agujero del culo. Me pasé la lengua por los labios recogiendo restos, saboreando, antes de tragarlos. Recién entonces lo miré a los ojos y le sonreí con la mejora cara de puta que pude imaginar
De repente volvió otra vez al mutismo. Se sacó la camisa, tiró los pantalones que yo le había dejado en los pies y quedó desnudo. Ni me miró cuando salió caminando afuera de la casa. Parecía ido, imaginé que estaba enojado por lo que había pasado porque prescindió de mí, ignorándome. El mundo se me vino encima. ¿Por qué se ponía así si un rato antes no me había rechazado? Me dio mucho odio porque era evidente que había gozado tanto como yo el que se la chupara.
No podía pensar, otra vez me volvió un miedo irracional que me ponía a la defensiva. No iba a dejar que me evitara. Me metí en el baño y me retoque los labios hasta dejarlos rojos y brillantes. Levanté la falda y empecé a tocarme hasta que me lo puse duro. Después pensaría que mi calentura no me había dejado razonar, pero en ese momento un impulso me llevó a la afeitadora de hoja, con la que me saqué los últimos pelos de toda la entrepierna y los testículos. Cuando volví a subirme la bombacha me veía muy bien, me sentía hermosa, no tenía vuelta atrás.
Gerardo seguía al costado de la pileta, se había servido una copa de algo y miraba el cielo. Caminé hasta él, me saqué la pollera, la blusa y las medias y me metí en el agua tibia, apenas tapado por la tanguita y el corpiño. Al rato salí sin mirarlo, busqué una toalla y me metí en la casa. Sabía que me miraba. Elegí un vestidito de flores verdes amarillas y rojas con una caída sensual y apenas por debajo de la cola. Volví y me acosté en la reposera al lado de la suya, así estuvimos un rato, en un silencio contenido, hasta que sentí que su mano se rozaba con la mía. Me miró a los ojos y me dijo que le había gustado mucho lo que le había hecho. Si había dudado, ahora no lo hacía. Lo vi recompuesto y, por lo que veía, dispuesto a volver a empezar. Yo quería que me cogiera, sentir su pija atravesándome, empujando en mis entrañas. Nos levantamos pero antes de que pudiera hacer nada me agarró de la cintura y me obligó a darme la vuelta. Me apoyó. Sentí su verga tibia rozándome el culo, frotándose. Supe que me iba a coger, porque con las manos me tenía firmemente de las caderas, a su merced. Levantó la faldita para que sintiera la pija directamente en la piel, me corrió el hilo de la bombacha y encontró la entrada. De repente me soltó para untarme con una crema post solar. Sentí el frio viscoso que cayó entre mis glúteos y se deslizó, hasta que él lo juntó con los dedos, a la altura de mi ano. Me separó las nalgas y con el dedo mayor me acarició un rato hasta que lo hizo desaparecer hacia adentro. El grito agudo que me salió, mitad dolor mitad placer, me sorprendió como si viniera de otra persona. Entonces lo sacó para volver a entrar acompañándose del índice, los dos dedos preparando el camino, lubricándome, abriéndome. Cuando creyó que estaba preparado, arremetió con la punta de su verga unos centímetros. El dolor me llegó punzante y las lágrimas me brotaron incontenibles. Le pedí que parara y la dejó quieta, aunque no la sacó del todo. Cuando me recompuse un poco, empecé a dejarlo entrar, de a poco, abriendo el agujero que poco a poco cedía. Mi cola lo despedía un instante y al siguiente se reacomodaba para que entrara unos centímetros más. Perdí conciencia del tiempo, caliente y dolorida, hasta que algo cedió y la pija entró, tan profundo que sus testículos empezaron a golpear contra los míos. Me acabé con placer mojando el piso con mi primera leche. Lo tenía adentro, Gerardo me estaba cogiendo con su pija dura que entraba y salía, y yo ya no sentía dolor sino solamente placer. Con las manos en mis caderas me atrajo hacia él ayudándose en la cabalgata. De repente escuché mis gritos, mis quejidos agudos, de terror o de dolor, aunque yo sabía que no, que eran los gemidos del placer de tener esa pija dura bien adentro mío. Gerardo gruñía como cuando se la había chupado. Perdí el sentido. En un momento lanzó una especie de alarido largo, apagado, que desembocó en un jadeo en el momento mismo en que me llenaba el culo de leche y me decía en el oído lo tan puto que era. El ritmo empezó a decrecer lentamente y sentí que se aflojaba. Cuando la sacó, un rastro de leche se salió de mi cola y se derramó por las piernas. De mi propia pija blanda seguía brotando otro hilo transparente que cayó, indiferente, en el piso.
M e acomodé la bombacha y el vestido, me di vuelta, sonreí y me interné en la casa en busca de dos cervezas. Cuando volví Gerardo estaba en la pileta. No había nada que decir, así que estuvimos callados, cada uno en la suya, por un larguísimo rato. Una mezcla de sensaciones impactaba en mi cabeza y se repartían por mi cuerpo. Dolor y placer me habían llegado en oleadas y todavía sentía el éxtasis en el centro de mi cola. El recuerdo de Gerardo adentro mío me erizaba la piel estremeciéndome. Lo había hecho, me había cogido a mi primer hombre, se la había chupado, me había besado, era mi primo. ¿Y si contaba? Porque podía contar; no, no iba a contar. Cuando la sacó me dolió y después vino el alivio y otra vez las ganas inmediatas de que volviera a entrar. Ahora mismo me moría de ganas de hacerlo de nuevo. Una brisa fresca se levantó en la noche. Mi cerebro regurgitaba imágenes como un rumiante: el instante en que la cola se abrió para brindarse, generosa, a la entrada de Gerardo, el jadeo tibio en mi espalda, el dolor agudo que se mezclaba de un placer infinito, la carne dura que entraba y salía, los gritos de mi primo en medio de espasmos, acabándome, llenándome, su hembra, su puta, su amante.
La noche se puso fría y entré a cambiarme. Me puse una calza bien apretada que me marcaba el culo redondo y se metía entre mis nalgas, dividiéndolas; una camisa de seda blanca semitransparente, con botones adelante y una chalina suave de abrigo. Me retoque el labial. Estaba decidido a seguir siendo una chica hasta que Gerardo dijera lo contrario. Volví caminando hacia él parado en mis sandalias de taco. Se ve que le gustó porque me miró con ganas. A mí me encantó.
Entramos a la casa, yo por delante. Como las noches anteriores, nos quedamos charlando hasta la madrugada. Nos contamos historias, reímos, yo me emocioné. Aunque yo ya no era yo. No disimulé más y toda la gestualidad femenina que había evitado brotó natural y desenfadada. Me fascinaba el juego de seducción que se instaló entre nosotros ahora que había dejado de actuar. Lo envolví con mis ademanes, el movimiento de mis manos, mis mohines. Todo mi cuerpo se soltó aunque sin excesos. Odiaba el ademán exagerado de los maricas que quieren ser más mujer que las mujeres mismas. Me levanté a poner algo de música y él me tomó de las manos con un “¿Vamos a bailar?”. Levanté los brazos y le rodee el cuello. Sus dos manos se deslizaron por detrás de mi cintura atrayéndome hacia él. Me dejé llevar. Su pierna derecha se instaló entre las mías y por momentos avanzaba con el ritmo de la música abriéndome, frotándose. Al ponerme la calza había ocultado hacía atrás mis genitales. La pija de Gerardo volvió a crecer, la sentía rozándose en mi pierna y me alegré. Su boca besaba de arriba abajo mi cuello y se metía por el escote con pequeños chupones que succionaban mi piel estremecida. Bajé mi brazo derecho y se la acaricié por encima del calzoncillo. Estaba tibia y dura. Me separé de él, me di vuelta y me pegué a su cuerpo con la cola en primer plano obligándolo a abrazarme mientras movía la cadera buscándole la pija.
-Quiero coger de nuevo-, me oí decir.
-¡Yo también, primo! Yo también-, me susurró.
Todavía me asalta el recuerdo de nuestras voces:
Yo: -Ya no puedo parar, quiero más, más, dame ¡ay! ¡Síiii, síiii! ¡Así! ¡Qué rico! Despacito, por favor. Como me la metés. ¡Pará, duele! Ahí sí, un poco más. Haaaaa! Haaaa!
Él: -¡Qué cuerpazo que tenes! ¡Y cómo te gusta coger, putito! ¿Querés más? Decime que querés más. ¡Sí! ¿Así? ¿Voy más? ¿Más adentro? Te la estas comiendo toda ¡me encanta cogerte ese culo redondo que tenés! ¡Cómo sos tan puta, mi amor!
Acabamos a los gritos en la noche chaqueña y nos quedamos dormidos. Cuando me levanté el sol estaba en lo alto. Ese día por la tarde habían anunciado mis tíos su regreso. Ordenamos todo y los recibimos como si nada. Las chicas se habían quedado en la ciudad. Al día siguiente volví a Buenos Aires. A lo lejos supe de Gerardo pero nunca nos volvimos a ver. Ahora tengo veinticinco y nunca más reviví algo así. Me sigo vistiendo de chica en la intimidad y me masturbo con el recuerdo repetido de mis noches en el Chaco.
Yadira y yo que me llamo Luis, llevamos varios años de casados, pero no nos consideramos una pareja común y corriente, ya que desde que éramos novios nos dimos cuenta que tanto ella como yo somos personas de mente abierta, ella no se considera dueña de mi cuerpo, ni yo tampoco me considero dueño del suyo, por lo que si nos place en algún momento llegar a tener relaciones con otra persona, las disfrutamos abiertamente, sin que por ello el amor que nos sentimos mutuamente se vea lesionado o disminuido. En ocasiones tanto ella como yo también le damos rienda suelta a nuestras fantasías, con la completa colaboración tanto mía como de parte de ella.
Relato erótico enviado por narrador el 13 de March de 2011 a las 21:45:11 - Relato porno leído 120861 veces