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A solas con el guardián de la casa

Relato enviado por : Anonymous el 13/01/2022. Lecturas: 5505

etiquetas relato A solas con el guardián de la casa   Zoofilia .
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Resumen
La historia de un hombre joven cuyo instinto lo lleva a tener sexo con su perro.


Relato
Esto que les voy a contar el día de hoy es una anécdota que me sucedió cuando tenía veinticinco años y vivía con mis padres en un pequeño pueblo meridional, alejado de las grandes ciudades y los caóticos centros urbanos. Fue durante una época en la que tenía muchas dudas respecto a mi sexualidad y no sabía qué era lo que realmente me gustaba.

***

Soy una persona delgada de tez morena, ojos marrones, nariz respingona, orejas pequeñas, ondulado cabello bruno, piel lampiña y extremidades cortas. A diferencia de otros niños, yo nunca pegué el famoso estirón que todos pegan cuando llegan a la preadolescencia. Dejé de crecer a los catorce años, alcanzando nada más que un metro sesenta de altura. Me crie en un pueblo fantasma rodeado de personas amables y cordiales a quienes todavía recuerdo con claridad.

Recuerdo que mis padres siempre tuvieron mascotas en casa. Había perros, gatos, loros, tortugas, iguanas, peces, conejos, cobayos y ranas dentro de la extensa lista de mascotas. Crecí rodeado de animales domésticos como si fueran miembros de la familia. Como nunca tuve hermanos, los animales pasaron a ser mis compañeros más cercanos. Al tener pocas amistades en las cercanías, pasaba más tiempo jugando con animales que con otros niños.

Reconozco que siempre fui un zagal inquieto, taciturno, retraído, efusivo y lúbrico. A los seis años de edad comencé a ver mi cuerpo como una inagotable fuente de placeres carnales que ansiaba explorar a fondo. No fue hasta la pubertad que descubrí algo nuevo que cambiaría mi vida para siempre: a los quince años aprendí a masturbarme y me volví más lascivo. Empecé a consumir una importante cantidad de pornografía que encontraba en internet durante mis ratos libres. Me pajeaba todas las noches mientras veía videos pornográficos en mi celular.

Las cosas siguieron igual hasta que descubrí por casualidad contenido que jamás habría esperado encontrar. Me topé con una página de zoofilia con muchísimos videos, la mayoría de baja calidad, con personas que tenían encuentros amorosos con sus mascotas. De a poco fui explorando en el extraño mundo de la perversión y me volví, por así decirlo, adicto a susodicha parafilia. Dejé de consumir porno clásico para comenzar a consumir zoofilia.

Los años trascurrieron como si nada y dejé de lado la pornografía para concentrarme en mis estudios. Después de ingresar a la universidad, la cantidad de tiempo libre era limitada y la gran cantidad de responsabilidades era demoledora. Como nunca tuve pareja durante mi estadía en la universidad, me ahorré un montón de problemas típicos de jóvenes inexpertos. Viví solo en un acogedor departamento sin televisión ni internet para no distraerme de mis obligaciones. Estuve viviendo como un ermitaño durante siete años hasta que finalicé mis estudios y retorné a la zona rural para pasar el verano en la casa de mis padres.

Mi padre y mi madre eran personas prudentes que se la pasaban trabajando, yendo y viniendo de aquí para allá, realizando trámites y/o haciéndoles favores a los familiares cercanos. Ellos hacían vida social aparte y yo hacía la mía en soledad. La relación con ellos nunca fue muy cercana que digamos: dialogábamos muy de vez en cuando y compartíamos pocas experiencias entretenidas en familia. Yo los veía como personas anticuadas que no tenían deseos de vivir una vida alocada y descontrolada.

El primer día del verano, un domingo muy caluroso, me avisaron que tenían pensado pasar el día entero en un balneario ubicado a varios kilómetros de la región, pero tenían que partir a la mañana para volver antes del anochecer. Me pidieron que cuidara la casa, que le diera de comer al perro y que limpiase los pisos porque ellos iban a estar exhaustos por el viaje y no tenían deseos de hacer nada para cuando volviesen.

La casa de mis padres era amplia: tenía un patio verdoso con rejas negras, vestíbulo con escalinata, cuarto de estar, cocina, comedor, baño, tres habitaciones, lavadero, galería y un fondo rodeado por muros de ladrillo. Las paredes eran celestes y los pisos estaban revestidos con cerámicos marrones. En época invernal la vivienda era muy fría y en época veraniega era muy caliente. Todos los muebles eran de algarrobo y las puertas eran metálicas.

En aquel entonces, el guardián de la casa era un morrocotudo pitbull llamado Marlon de cuarenta y cinco kilogramos, pelaje marrón, vientre pajizo, ojos cetrinos, hocico ancho, bigotes torcidos, orejas cortas, rabo extenso y patas fibrosas. A diferencia de otros perros de su raza, él era cariñoso con la gente que conocía. Aun teniendo cinco años de edad, se comportaba como un cachorrito destetado a destiempo. Yo interactuaba poco con él porque era bruto cuando se emocionaba.

Después del mediodía, un imprevisto corte de luz dejó el barrio en absoluto silencio. Las moradas del vecindario parecían hornos por lo calientes que se volvían, todos los vecinos salían del interior y se quedaban en el fondo para refrescarse un poco; en cambio, yo preferí quedarme adentro, esperando a que la energía eléctrica volviese. Me recosté en el piso de mi alcoba, cerré los ojos y aguanté el sofocante clima por varios minutos sin moverme.

De repente, sentí que me lamieron los pies y abrí los ojos. El perro había ingresado por la puerta trasera que había quedado abierta y se infiltró en el interior de la casa. Como ya le había dado de comer supuse que no tenía hambre. Lo que quería el animal era compañía humana, alguien que lo acicalara y le diera afecto. Fue entonces que, sin más opción a la cual recurrir, apoyé las posaderas en el piso frío, me recosté sobre la pared y calmé al perro con palmaditas y caricias. Le ordené que se sentara y me hizo caso al instante. Mi padre lo había entrenado desde que era cachorro, por eso siempre obedecía a sus dueños.

Pasé un largo rato acariciándolo desde la cerviz hasta la mitad del lomo, sin darme cuenta de lo que ocurría alrededor. En un momento dado, cambié de parecer y le rasqué la panza para hacerle cosquillas. Toqué su turgente pecho, sentí las duras costillas que protegían los órganos internos y le saqué varios pelos sin intención. Al pasar la mano de una punta a la otra, me topé con la parte baja del vientre y casi me pegué un susto al ver lo que yacía entre sus musculosas piernas flexionadas. Un rosado lápiz labial parecía estar saliendo del estuche velludo que tenía en la entrepierna. Me apercibí al instante de que se trataba de una erección inconsciente como las que yo tenía cuando dormía.

Muchas cosas cruzaron por mi mente en ese desconcertante momento, muchos recuerdos y reticencias del pasado vinieron a mí como si tratasen de decirme algo. Recordé los turbadores videos que había visto cuando era adolescente y pensé que sería bueno probar qué tan lejos podía llegar mi salacidad. Los nervios y la tensión se apoderaron de mí por un instante y casi creí estar a punto de cometer un craso error del que más adelante me arrepentiría.

Hice que el perro se pusiera de pie como antes, manoseé su paquete con cuidado, exploré su peludo prepucio y palpé sus bolas. Al ver esas enormes cosas de cerca, me di cuenta de que eran el doble de grandes que las mías, y supuse que estaban llenas de fluido. Continué acariciándolo despacio, cambiando de manos para poder admirar su masculinidad en todo su esplendor. Gocé de la situación casi tanto como él. Su beldad me cautivaba por completo y me transportaba a una dimensión desconocida donde nunca antes había estado.

Con el correr de los minutos, fui notando el flagrante cosquilleo entre mis piernas, mi verga se iba agrandando y humedeciendo. Como hacía muchísimo calor, me quité la descolorida bermuda y el calzón. Mi erección no tardó mucho en aparecer, la rigidez muscular reemplazó la flacidez y se alzó el arpón de carne que tanto me gustaba jalar por las noches. Mis dieciocho centímetros de orgullo se hicieron presentes en el momento oportuno.

Mientras más acariciaba al perro, más cachondo me ponía. Mi verga goteaba como la concha de una perra en celo, largaba líquido preseminal constantemente. Todo indicaba que la inevitable excitación iba en aumento y yo estaba haciendo algo que había soñado hacer desde hacía mucho tiempo.

Pensé que sería una experiencia superficial como esas que pasan al olvido de la noche a la mañana. Como todavía era virgen, pensaba que el primer contacto sexual tenía que ser épico como todo el mundo deseaba, y para mí no había nada más épico que tener contacto directo con un bello animal que podía darme tanto deleite como una persona. Por un instante lo imaginé dándome por detrás y casi me vine. Tenía que hacer algo urgente o acabaría ensuciando el piso.

Sin pensarlo dos veces, me dirigí a la mesilla que estaba junto a la cama, abrí el cajoncito de arriba, tomé un condón, rompí el envoltorio y me lo puse. Me sentí seguro por un momento al ver que no iba a manchar el piso con mis eyaculaciones precoces. Más de una vez me ensucié las manos mientras me masturbaba ya que solía largar semen antes de la eyaculación. Usé mi saliva para lubricar el condón por fuera y manoseé mi verga a gusto.

Mis inquietas manos retornaron al mismo sitio de antes, restregaron los genitales del perro y exploraron los puntos más sensibles de su cuerpo. Quería ver su verga grande y dura para poder comérmela, mas no conseguía hacer que se excitara lo suficiente. Pensé que lo mejor sería empezar por detrás para ver si lograba hacer que se empalmara.

Apoyé las rodillas en el suelo, me acomodé detrás del perro, levanté su tiesa cola, observé con detenimiento sus carnosas nalgas, toqué su parte trasera y noté que su orificio anal parecía un oscuro bache mal tapado. Con paciencia y lentitud, fui metiendo mi verga en el interior de su agujero hasta que logré llegar al fondo. Le di suaves penetraciones para que no perdiera los estribos y me mordiera. Fue así como dio inicio una de las experiencias más emocionantes de mi vida.

Mis manos se mantenían firmes en los laterales del animal, mis codos estaban justo sobre su coxis, mi cuerpo se mantenía tenso, electrizantes sensaciones desconocidas recorrían mis piernas y sentía cómo tiritaban. Penetrarlo resultó difícil ya que su culo estaba muy apretado, era como meterla en el hueco de un árbol. Fui acelerando de a poco para ir explorando cuán lejos podía llegar. La satisfacción me domeñó en poco tiempo, sentí las típicas contracciones prostáticas y me vine. Aunque fue bastante rápido, lo disfruté como nunca antes lo había disfrutado. Lamentablemente, mi erección perdió fuerza y ya no pude seguir metiéndosela.

Retiré la verga del orificio trasero, me quité el condón, dejé caer el espeso semen en el suelo, el animal lamió el piso y no dejó rastro alguno de mis secreciones. Me senté al costado, volví a tomar el paquete del perro con mis manos, acaricié sus órganos sexuales con frenesí, manoseé sus hermosas bolas y estiré su bello prepucio. Mi mano derecha exploró su miembro de una punta a la otra, apreté varias veces en la parte de atrás como hacían los veterinarios durante la inseminación artificial, hallé el sitio preciso y logré hacer que se excitara.

Al poco tiempo, comenzó a lanzar líquido preseminal mientras su puntiaguda salchichita se iba agrandando poco a poco. En menos de un minuto, su diminuto miembro se convirtió en un socotroco enrojecido repleto de protuberantes venitas que parecían estar a punto de estallar por la presión arterial. En la parte de atrás, el bulbo peneano se infló como un globo y quedó del tamaño de una pelota de tenis. No la medí en ese momento, pero estoy seguro de que medía más de veinte centímetros. Su verga dura se veía muy deliciosa, tenía ganas de zampármela de un bocado. Fue entonces que le puse el condón para que la inminente mamada fuese segura y sin riesgos de infección. Yo era consciente de que me estaba exponiendo a un montón de bacterias desconocidas que podían perjudicar mi salud.

Le chupé la pija como si fuese un helado de fresa, me la metía hasta el fondo, sólo dejaba fuera su inflamado nudo, todo lo demás me lo tragaba. Con la mano izquierda le masajeé las bolas y con la mano derecha me jalé el ganso para que la excitación fuese óptima. Él estaba quieto, no se movía para nada ni abría el hocico. Yo estaba gozando a lo grande, saboreaba su verga mientras sentía sus constantes eyaculaciones, producto de mi pertinaz concupiscencia.

En un momento dado, mi verga recuperó la dureza y logré correrme por segunda vez. Marlon ya había eyaculado como cien veces y yo apenas iba por la segunda corrida. Seguí mamándosela como si fuera un putito de esos que tragan leche ajena con orgullo. Salivaba un montón al chupársela, el condón quedaba empapado con tanta saliva que segregaba. Él lo estaba disfrutando tanto como yo, ambos sentíamos unas ganas tremendas de gemir.

Al percatarme de la rigidez de su miembro y la arrechura que tenía, cambié de parecer y decidí cambiar de posición. Retiré la boca, me puse en cuatro patas, levanté la cadera para quedar justo debajo de su vientre, tomé su verga para meterla en mi culo, sentí dolor al introducirla, dejé que me penetrara por cuenta propia, con mi mano derecha empecé a pajearme para volver a correrme. Me cogió con ferocidad, haciéndome sentir un lancinante dolor que me hacía gemir como una puta, respiré hondo y aguanté cuánto pude para no gritar con desesperación. El nudo se mantenía fuera de mi culo, el resto de su verga entraba y salía fácilmente.

No pude resistir más de diez minutos, me corrí con fuerza, alcancé un sabrosísimo orgasmo que jamás habría podido alcanzar por mí mismo. Dejé que siguiera penetrándome con insistencia por los siguientes minutos, él no parecía tener deseos de detenerse hasta haber cumplido su misión. Mantuve la cabeza abajo todo el tiempo y la cadera levantada para que pudiera darme duro.

La feroz penetración hacía que mi próstata se contrajera una y otra vez, recuperé mi erección y volví a jalármela para ver si podía venirme aunque sea una vez más. La magistral cogida hizo que temblara de placer y gimiera con ímpetu. La tortura anal fue excesiva, no tuve otra opción más que eyacular en el piso. Gocé muchísimo y casi grité de tanta delectación que estaba sintiendo.

A los pocos minutos, Marlon finalmente se detuvo, se había quedado con el tanque vacío y yo con el culo adolorido. Me hice a un lado para echar un vistazo a su trabajo, retiré el condón con toda la leche que había largado, le dejé que se lamiera solito para higienizarse, luego hice que lamiera el semen que yo había largado en el suelo. Le acaricié el lomo y le di un beso en la frente porque me había hecho sentir algo que nadie había podido darme hasta ese momento.

Arrojé su leche a la cañería, limpié el condón y lo guardé para otra oportunidad especial en la que tuviese que volver a usarlo. Retorné a mi habitación, me senté en el suelo y dejé que mi mascota me lamiera los genitales hasta dejármelos bien húmedos. Me quedé recostado en el suelo, a su lado, esperando a que volviera la energía eléctrica. Ese había sido el día más extraño de mi vida y el más excitante también. Perdí la virginidad con un macho bien dotado que me enseñó que la fruición sexual no discrimina sexos ni especies.

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Comentarios enviados para este relato
katebrown (18 de October de 2022 a las 19:43) dice: SEX? GOODGIRLS.CF


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