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Aniversario Fatal

Relato enviado por : Anonymous el 18/10/2009. Lecturas: 4395

etiquetas relato Aniversario Fatal   Tríos .
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Resumen
En este mes de verano que comenzaba cumplíamos quince años de convivencia


Relato
En este mes de verano que comenzaba cumplíamos quince años de convivencia. A veces juntos, a veces cada uno por su lado, habíamos ido preparando en nuestras mentes este acontecimiento, que por varias razones se había vuelto importante para los dos. Una especie de hito, de fin de una etapa y comienzo de otra en nuestra vida de pareja.

Y en realidad, como lo saben todos los casados, la convivencia no siempre es un lecho de rosas. Habíamos tenido nuestras tormentas, algunas de las cuales nos habían dejado al borde del naufragio. Por eso, mi mujer y yo centrábamos muchas expectativas en estas vacaciones que –con motivo del aniversario – habíamos planeado para nosotros solos. Sin hijos, sin amigos. Los dos, como la primera vez.

El lugar elegido ya nos era familiar: La isla de San Francisco do Sul, en las costas de Santa Catalina. Desde el noreste argentino, en donde vivíamos, eran unas playas cercanas, pero a la vez muy poco visitadas por argentinos. Con lo cual se reducía aun más la posibilidad de cruzarnos con algún conocido. Desde nuestra ciudad alquilamos una casa que ya habíamos visto alguna vez, con una linda terraza que extendía la cocina comedor y la proyectaba al mar, a menos de cien metros. Hicimos el trayecto de seiscientos kilómetros con la cabeza llena de ilusiones y el espíritu predispuesto a la aventura. Nuestros anhelos coincidían en vivir aquellos días abiertos a cualquier posibilidad. Una nueva luna de miel, donde exploraríamos supuestos recovecos de nuestras fantasías y nuestros deseos que aun no hubieran visto la luz…

Y la verdad es que, desde nuestra llegada, las noches en esa terraza fueron especialmente cálidas, cargadas de erotismo. Sin importarnos la eventualidad de vecinos curiosos (que nunca vimos) nos entregábamos desnudos a todas las formas del amor, hasta que agotados quedábamos dormidos entre nuestros brazos y piernas enredados. Y de día, eran las playas y las olas las que nos recibían. Nuestra lujuria nos llevaba a internarnos en el mar un poco más que los demás, y allí desnudarnos. Permanecíamos así todo el tiempo posible, jugando con el agua y con nuestros cuerpos, disfrutando de la sensación de libertad que da sentir el agua de mar acariciándonos en cada rincón de nuestra piel. Y teníamos un sexo exquisito, acunado por el vaivén de las olas antes de llegar a la rompiente. Y todo frente a tantos bañistas que se divertían a escasos veinte metros.

A esta altura, más de un amigo lector estará pensando ¡qué par de tontos! ¡a esto le llaman una aventura erótica! Y es cierto, ahora sabemos que éramos un par de tontos felices con nuestras travesuras. Lo que sucedió después, el penúltimo día de nuestra estadía, fue distinto.

Fue en realidad, el último día pleno antes de volver, con una jornada completa por delante, con su respectiva noche. Salimos como todas las mañanas anteriores, a ubicarnos en la playa más cercana. Iba a se una especie de despedida. Dejamos nuestras cosas en la playa y nos fuimos al agua, como todos los días. Había un poco menos de gente que otras veces, lo que nos permitió estar más dispersos. Apenas nos metimos al mar, nos quitamos nuestras mallas y comenzamos a jugar desnudos.

En un momento Marta, mi mujer, me pide que la sostenga mientras se deja flotar en el agua, boca arriba. A ella le encantaba sentirse así, suspensa, con los ojos cerrados, sintiendo el agua besándola por sus senos desnudos, por su vientre, por el fiordo de su entrepiernas, entre los pliegues de sus sexo como almeja entre algas. Y a mí me encantaba mirarla así, hermosa, desnuda, excitada. Y así estábamos, absortos en nuestras sensaciones, cuando intuyo que a mi espalda alguien se acercaba. Con un pequeño giro compruebo que, en efecto, un hombre moreno, algo más joven que nosotros, estaba a poco menos de diez metros. Y nos miraba. Marta no se había dado cuenta, ya que permanecía con los ojos cerrados.

No se qué impulso, qué oscuro deseo, me llevó a darme vuelta, de cara a ese hombre, dejando la desnudez de Marta a la vista. Él la vio y me miró sin moverse por un instante. Y fui yo entonces el que comenzó a acercase. Paso a paso, fui acortando la distancia que nos separaba. Cuando ya eran solo tres metros, Marta abrió los ojos y lo vio. Sentí su cuerpo que se tensionaba sobre mis brazos, pero ella no hizo nada por cubrirse. El hombre se desentendió de mí concentrándose en el cuerpo desnudo de mi mujer. Marta me miró hasta que sintió el contacto de la piel del desconocido. Cerró sus ojos y esperó.

Yo seguía sosteniéndola, flotando sobre el agua, junto al hombre. Sus manos comenzaron a acariciar lentamente la piel del brazo izquierdo de Marta, extendiéndose hacia el hombro, el cuello. Pronto su mano derecha cubría los senos desnudos de mi mujer, rozando con suavidad sus pezones, que reaccionaron con lujuriosa dureza. Y su mano izquierda, deslizándose por las suaves colinas del vientre de Marta, alcanzaron el pubis, la mata de algas y los secretos del sexo. Cuando Marta lo sintió, volvió a abrir sus ojos, fijos en los míos, y abrió sus piernas. Marta no volvió a cerrar sus ojos, ni cuando los labios del moreno mordían sus pezones, ni cuando los gruesos dedos exploraban su intimidad, ni cuando el mayor de ellos la penetró con suavidad, pero decididamente. Marta no dejó de mirarme cuando el ritmo de ese dedo en su interior se acrecentó hasta arrancarle gemidos, casi gritos. Ni cuando la boca del hombre succionó sus senos hasta enrojecerlos. Mi mujer no me quitó la mirada ni siquiera cuando el temblor del orgasmo la inundó hasta nublarle la vista, hasta casi desvanecerla.

Entonces, tras los estremecimientos del placer, se incorporó abrazándose a mí, dándole la espalda al desconocido. Y me dijo como una orden:
-¡Cogeme! ¡Cogeme ahora!
Todavía tuve ánimos para preguntarle:
-¿No querés que te coja él? ¿No te gustaría sentirlo a él?
Como única respuesta, tomó mi miembro, duro como marfil por la situación, y ella misma se lo ubicó para que la penetre. Y así lo hice. Sentí sus piernas rodeando mi cintura, y sentí mi pija llegar a lo profundo de su ser. El desconocido, atrás de ella, sonrió y se acercó, colaborando con caricias por toda la desnudez de mi mujer. Cuando ella lo sintió, soltó sus brazos de mi cuello y se respaldó sobre el pecho del hombre, dejando más libertad para las caricias y los besos del desconocido sobre sus senos, sobre su cuello, en su boca, entre sus nalgas. Yo entre tanto no dejaba de penetrarla a un ritmo creciente, hasta que sentí sus gritos, sus estremecimientos, las uñas de sus manos clavadas en mis costados, surcando mis caderas. Y sentí mi propia explosión, la sensación luminosa de vaciarme dentro de ella, la sensación de deshacerme, de diluirme en su interior.

El desconocido volvió a sonreír, y con un sencillo beso en los labios abandonados de Marta, se despidió, volviendo lentamente hacia la playa, volteándose cada tanto para mirarnos. Al salir del agua, una mujer joven, negra, se acercó a él y se fueron juntos, hablando. No lo volvimos a ver.

Nosotros permanecimos todavía unos minutos más así, abrazados, en un silencio que venía de muy adentro. El grito de un muchacho jugando con otros amigos nos sacó del letargo. Mi mujer se deshizo de mis brazos, y comenzó a vestirse con su bikini. Y sin decirme nada, sin mirarme siquiera, comenzó a salir del agua. Esa noche, la última, tuvimos un sexo brutal, mecánico, sin ternura, sin caricias, en un silencio de terror. No volvimos a mencionar lo sucedido. Ni esa noche, ni al día siguiente, ni en todo el año que siguió. Como si no hubiera pasado. Al volver a nuestra casa, retomamos nuestra vida con toda naturalidad.
Cuando al año siguiente volvimos a pensar en nuestras vacaciones, hubo una deserción total de nuestros hijos, que ya tenían sus propios planes. Cuando quedamos solos, Marta me dijo inexpresiva:
-Iremos a San Francisco – y un frío me recorrió la espalda.
Otra vez los preparativos, el viaje, el arribo. Y el silencio entre nosotros, que crecía en la medida en que nos acercábamos a nuestro destino.

El primer día de playa, elegimos la Playa Grande: una línea costera de seis quilómetros mirando al mar abierto, con un oleaje agresivo. Tenía el aspecto de un páramo, con muy pocas personas, casi todas pescadores, que se distribuían a todo su largo a razón de uno o dos por kilómetro.

Allí nos instalamos, teniendo a nuestra derecha, a unos ochocientos metros, nuestro vecino más cercano. Marta en el acto se desnudó, tendiéndose así, hermosa, excitante, al sol. Yo, ilusionado y ya excitado, la imité. Pero cuando quise acercarme, recibí una firme advertencia:
-No. No quiero que hagamos nada… - Así que me tuve que conformar con mirarla. Las dos o tres veces que intenté entablar una conversación, lo mínimo de su respuesta la cortaba de raíz.

A los pocos minutos, se paró y me dijo que iría a caminar. Por supuesto que la acompañé. Enfiló hacia la derecha. En la medida en que avanzábamos una creciente inquietud se iba apoderando de mí. Le recordé que íbamos desnudos, que si no quería que fuera a buscar nuestras mallas. Pero no tuve respuesta, y sí una aceleración del paso. Cuando ya solo restaban unos doscientos metros para llegar hasta el que ahora veíamos que era un pescador, le volví a recordar de nuestra desnudez. A los cien metros le pregunté sobre qué pretendía, sin respuesta. El pescador ya nos miraba con bastante atención. Cuando superamos los ochenta metros el pescador, un hombre algo gordo, pero joven, ya había advertido nuestra desnudez. Le advertí a Mata que no seguiría, que estaba loca. Alrededor de los cuarenta metros me detuve, rogándole a su vez que se volviera. Pero no lo hizo.

Llegó junto al azorado hombre, sentándose a su lado en la arena. El hombre me miraba y la miraba, con un nerviosismo fácil de comprender. Charlaban, aunque no lograba escuchar de qué. Además, él hablaba portugués, y Marta lo entendía, pero no lo hablaba. Pronto escuché sus risas, y vi cómo el pescador, más distendido, le hablaba mientras una mano acariciaba levemente una de las piernas recogidas de mi mujer. Ella se echó hacia atrás, estirando las piernas y apoyándose sobre sus codos. El hombre me miró entonces fijamente, y al no advertir reacción, se olvidó de mí.

Comenzó a acariciarla, y pronto la besaba. Recorría con manos y labios sus senos desnudos, sus hombros. Su boca buscaba y encontraba la boca de Marta. Cuando las manos del desconocido bajaron a su sexo, ella, desprovista de todo pudor, abrió sus piernas. El hombre, ya lanzado, hundió su rostro entre las piernas de mi mujer. Yo había ido acercándome, inconciente e incrédulo de lo que estaba viendo. Cuando el hombre se incorporó, fue para desnudarse rápidamente y cubrir a mi mujer penetrándola de un solo movimiento.

Fue entonces, y solo entonces, que Marta me miró diciéndome:
-¿Viste cabrón que no me olvido de tus gustos?- Y mientras rodeaba obscenamente con sus piernas la cintura de su ocasional amante, incitándolo a una mayor penetración, agregó:
-De ahora en más nuestras vacaciones serán siempre así…todos los días me verás cogida por un extraño, delante tuyo. No me importará si otros nos ven, si es de día o de noche. Todos los días serás un carnudo ante todos.

Nos separamos al cabo de tres meses, tras haber seducido en mis narices a cada uno de mis amigos, llevándoselos a la cama, a nuestra cama, estando yo en la casa. Tras la separación, me fui al otro extremo del país, y no la volví a ver.



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Comentarios enviados para este relato
katebrown (18 de October de 2022 a las 20:29) dice: SEX? GOODGIRLS.CF


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