Mi nombre es Belisaria y soy la asistenta de la familia Fairbanks.
Relato
El señor Fairbanks y Belisaria
Como cada día subí a casa del señor Fairbanks. Ese día no estaba de humor y supongo que el vecino que me encontré en el ascensor lo notó. Sobre todo cuando al comentar que el día iba a ser tan tórrido como el anterior, yo contesté:
-Pues claro, es lo suyo, estamos en verano y esto es el centro de la ciudad -. Quise añadir “no te jode”, pero yo no decía esas cosas. O al menos antes no las decía.
Dejé al vecino en el octavo. Ni siquiera se despidió. Lógico. Yo sí, era una chica formal.
-Hasta luego, ¿eh? –. Se giró justo en el momento que se cerraban las puertas del ascensor para decirme algo, pero no pudo. Sonreí satisfecha.
El ascensor me llevó hasta el último piso, donde tenía su casa el señor Fairbanks y su madre, doña Clotilde. Ella era un vieja maniática, y él un hombre que rondaba los cincuenta, menos insidioso, condenado a ir en silla de ruedas desde que un disparo de un tal Gutiérrez (un botarate que no debía haber nacido, comentaba a veces) en las prácticas de tiro hace cuatro años le alcanzó la columna. Don Felipe Fairbanks quedó parapléjico. Era teniente en la caballería nacional y su carrera se torció aquel día. O mejor dicho la semana después, ya que albergaba la esperanza hasta entonces de que lo suyo no era más que un pinzamiento o alguna “chuminada de esas”, decía, y lo de la silla de ruedas sólo sería una molestia transitoria. El médico, como muchas veces me contaba, le dijo esa mañana:
-Lo siento mucho, don Felipe, pero no es posible hacer nada. La bala le ha seccionado este nervio –y señaló un parte de la columna cerca de la cadera de un esqueleto de resina que tenía detrás de él en la consulta. –. No se puede hacer nada. Al menos por ahora, ya sabe que estas cosas son impredecibles. Hay casos de curación espontánea y avances increíbles en la cirugía.
Y él respondió:
-¡Me cago en su puta madre! –el médico, según decía con una sonrisa, creyó que se refería al inepto de Gutiérrez que ahora estaba muerto en vida en la academia. – ¿Para qué cojones sirve usted? –le espetó al médico, señalándole.
Y el médico, recuerda, dio un paso atrás atemorizado, tropezando con el esqueleto que se bamboleó en su soporte y al final cayó al suelo desarmándose y desperdigándose todos los huesos por la consulta.
Y es que aún en silla de ruedas don Felipe Fairbanks tenía dos cojones como dos balones.
-Buenos días, señor Fairbanks –dije mientras cerraba la puerta a mis espaldas. Su madre, doña Clotilde, hacía dos días que se había ido de vacaciones con unas amigas en un viaje del IMSERSO a alguna playa de la Costa del Sol.
Apareció detrás de una esquina, moviendo ligeramente las ruedas para acomodarse. Las sillas eléctricas habían sido descartadas el primer día.
-Que me muera entre maricones si me siento algún día en esa mierda con ruedas –y decía que escupió a la revista cuando se la mostraron en un catálogo en la consulta (de otro doctor).-. Me he roto la espalda, no los brazos, ¡joder!
Tenía aún un porte militar que asombraba que conservase en su estado. Don Felipe vestía esa mañana una camisa pulcramente planchada (por una servidora) y unos pantalones que escondían unas piernas encanijadas, como dos alfileres. Tenía un amplio pecho por donde brotaba junto al cuello de la camisa un vello rojizo, igual de soberbio. Sus hombros eran una masa de fibras de los que se enorgullecía constantemente (supongo que habría cambiado la largura de su pene por el diámetro de sus hombros, así son los hombres) y un cuello como un cilindro de metal, esculpido a base de ejercicios en su vida militar y de sobreesfuerzos en su deambular con la silla. Tenía la cara cincelada con aristas pronunciadas, sobretodo en la barbilla y en los pómulos. Completaba su rostro unos labios finos, casi superficiales y unos ojos azules de un fulgor helado que recordaba su anterior profesión. Un pelo rojo brillante y rizado completaba la estampa y desde que entró en la academia de caballería se le conoció como el “demonio colorao”. Me imaginaba porqué, pero lo iba a experimentar en mis propias carnes.
-Buenos días, señorita Bela -. La verdad es que tenía un nombre… curioso, podría decir. Mi nombre era Belisaria, pero quería que me llamasen Bela.
Le sonreí. Eso de “señorita” era una de las pocas cosas que me repateaban. ¿Por qué si pareces joven eres una señorita, y según la edad ya eres una señora? Como si la edad te agregase porte y responsabilidad. Jamás preguntaban si debían llamarte señora o señorita, se intuía por tus arrugas o lo miserables que tuvieses las tetas.
Entré el pequeño cuartito donde me cambiaba. Yo era la criada de la casa, se podría decir. Cuatro horas diarias y mil doscientos al mes. Era un dinero que venía muy bien, sobre todo cuando se complementaba por la tarde con un trabajo, si se le puede llamar trabajo, de acompañante. Bueno, lo de acompañante lo digo yo, pero putilla de lujo, sería una definición más mundana. Por supuesto mantenía en secreto mi doble vida ante todos y sobre todo ante el señor Fairbanks y su madre.
El pequeño cuartito era, como su nombre dice, pequeño. Dentro se guardaban los detergentes, lejías y demás productos de limpieza. Además había sitio para la lavadora y la secadora, incluso para dos pequeñas cuerdas que iban de una a otra pared y que servían de tendedero cuando llovía. También hay colgaba mi uniforme.
Doña Clotilde había colgado un espejo de cuerpo entero detrás de la puerta. La primera norma de mi vestimenta era que debía estar impoluta. No solo limpia sino también perfectamente arreglada. Los nudos con una lazada simétrica centrados en mi cuerpo o en un lateral. Los botones abrochados hasta arriba, siempre brillantes, igual que los zapatos. Las medias sin una carrera, sin un doblez, sin una arruga. Sin tacha, en general.
Cerré la puerta y me desvestí. Otra norma, que la madre del señor Fairbanks me dictó el primer día, era que en su casa la ropa debía estar siempre como nueva, tanto las suyas como la mía. Era una pérfida maniática, pero pagaban bien. Me dijo en voz baja, aunque Don Felipe estaba presente, ese primer día, que debía cambiarme de bragas y sostén en su casa. Siempre limpios. Nunca me había levantado la falda para comprobarlo (Dios la libre, aunque don Felipe se quedaba con las ganas, si lo sabré yo), pero subrayó que si tenía la más mínima sospecha de que no lo hacía así, ya sabía dónde estaba la puerta.
Así que me quedé en cueros. Aquel día estaba cabreada con Mauricio, mi marido en Santo Domingo. Me insinuó que conocía mi doble vida, o que hacía cosas impropias (impropias de qué, pensaba yo) que no le contaba, algo que negué efusivamente y me enfadé con él molesta por sus estúpidas sospechas. Supongo que el falso cabreo me sobrepasó y se tornó real. El caso es que amaba a Mauricio y mi único motivo para emigrar y hacer esto y aquello lejos de casa, era reunir dinero para montar nuestro propio hotelito en la playa. Necesitábamos el dinero y no iba a permitir que una puñetera sospecha, que declaré infundada y carente de una confianza que recalqué debiera merecer, me amargase todo el esfuerzo invertido y me alejase de mi marido. Además, poco dinero me faltaba ya para dejar que mi sexo fuese vaso de varios comensales.
Me fijé en el reflejo de mi cuerpo ante el espejo. La verdad es que trabajar de puta de lujo no es fácil, hay que tener un cuerpo curioso, y yo lo tenía. Por ahora, al menos. Para empezar era alta, casi metro ochenta, de largas y gruesas piernas que nacían de unas nalgas redondas y arrogantes. Arqueaba la espalda para hacer sobresalir mi vientre y dotar a mis pechos de una posición superior, regia, porque por el tamaño tendían ya hacia abajo, pero con buena caída, con pezones grandes pero demasiado sensibles a mi pesar. Una larga cabellera de mechones de color cobrizo se encargaba de enmarcar mi rostro, en el que destacaban mi frente amplia, unos ojos redondos a los que sacaba partido con innegable éxito con la ayuda de un lánguido parpadeo y unos labios que, sin ser voluptuosamente caribeños, me los mordía en un gesto que, me consta, me hacía parecer una chiquilla modosita pero ansiosa de guarrerías.
Como todos los días, abrí mi bolso y saqué unas bragas blancas junto con un sostén también blanco (don Felipe había insinuado muchas veces que el color en las prendas interiores sólo servía para disimular la suciedad). Después me subí una falda también blanca y bien amplia que me llegaba a las rodillas y una blusa también blanca abotonada hasta arriba. Todo blanco. La única prenda que desentonaba (aparte de mi piel morena) eran mis medias oscuras y unos zapatos de charol planos. Nada de maquillajes ni cosméticos. “Limpio por fuera es estar limpio por dentro”, afirmaba el viejo.
Antes de salir, agarré la cesta de mimbre donde colocaba la ropa sucia que iba recogiendo y salía del cuartito perfectamente uniformada.
El señor Fairbanks me estaba esperando junto a la puerta y me asusté dando un respingo y soltando la cesta que rodó lejos.
-Oh, don Felipe, qué susto me ha dado –dije con risita nerviosa.
-Siéntese un momento, por favor, señorita Bela.
Aquel tono que empleó me sonó mal. Tragué saliva asustada.
-¿Qué ocurre, don Felipe? –pregunté sentándome en la silla de la cocina que señaló.
-Hay algo que quiero comentarte y deseo que me des tu opinión.
¿Mi opinión? Me olí algo feo desde el principio. Don Felipe no era persona de pedir opiniones, las suyas siempre prevalecían y tenía genio y cojones (inservibles, pero cojones al fin y al cabo) para demostrarlo.
Sacó un sobre amarillo y abultado que tenía entre la silla y su pierna y me lo tendió.
Estaba cerrado y lo miré imaginando que contendría un fajo de billetes. Quizás el viejo estaba a punto de morir, o se quería morir, y me entregaba una gratificación.
-Ábralo, por favor –dijo en tono autoritario. No era una petición, era una orden.
Rasgué la solapa con la uña y saqué un fajo de fotos. No era dinero al fin y al cabo, y supongo que mi expresión de disgusto se reflejó en mi cara por que Don Felipe sonrió con expresión corva.
El corazón se me detuvo en ese momento y dejé de respirar cuando miré las fotografías. Estaba yo y mis clientes del trabajo vespertino. Estaban sacadas con un gran angular a juzgar por los bordes difusos de los objetos, pero se me distinguía con claridad agarrada del brazo con ellos entrando a diversos hoteles y casas. Calculé que serían una sucesión de instantáneas de mi último mes. En total habría unas treinta y pico fotografías que demostraban sin asomo de duda mi profesión a golpe de pechuga escotada y nalgas caribeñas.
-Pero…pero… - tartamudeé mientras los calores se me agolpaban en la sesera y las sienes me parecían estallar.
-No diga nada, señorita Bela, creo que sabe perfectamente qué significan estas instantáneas, no es usted tonta.
Tragué una saliva que no tenía en mi boca porque estaba seca y le miré a los ojos. El azul de su iris era más gélido de lo que había visto antes. Era hielo puro. Unas arruguillas entre los parpados y las comisuras de los ojos pregonaban un alma carente de misericordia.
-Yo creo que su novio Mauricio no aprobará su conducta.
-No tiene… derecho...-gemí a mi pesar pues hubiera querido dar a mi voz algo más de la serenidad que no poseía.
-Perdone, señorita –me cortó con voz inflexible-, tengo todo el derecho a hacer estas fotografías, ya que muestran simplemente a una putona (lo de putona me golpeó en el rostro como un tortazo) haciendo lo suyo, ¿no cree?
Tragué saliva de nuevo como pude (aunque mi boca seguía igual de árida) y volví a meter las fotografías en el sobre, ocultándolas de mi vista.
-Son copias, por supuesto, puede quedárselas, si quiere. –dijo meneando la mano displicente.
-Mi novio ya lo sabe, señor Fairbanks –dije mirando a las rendijas azules de sus ojos sin pestañear y manteniendo la voz lo suficientemente clara como para que no se notase la mentira.
-No, no lo sabe –respondió sonriendo y enseñando sus dientes amarillentos por la nicotina. Una sospecha empezó a crecer en mí y sus palabras me lo confirmaron. Me creí desmayar-.He hablado ayer con él y no sospecha nada. Supongo que hoy le habrá llamado pidiendo explicaciones, pero usted, como mujer recta y decente, lo habrá negado y lo habrá achacado a los celos de la distancia, seguro, molesta por la poca confianza que se deposita en usted.
El muy hijo de puta venía preparado, enseñando una mano con cartas ganadoras. Conocía mi doble vida, conocía a Mauricio (al menos sabía cómo contactar con él) y sabía de mi irremediable amor por él. Me tenía cogida por los huevos.
-Dudo incluso que su madre Vaticinia y su padre Pancracio sepan siquiera de su vida acá, como ustedes dicen. Bueno, si les va mal, siempre puede ofrecerse como aliciente sugestivo en el hotelito que están planeando, pienso yo.
Me mordí el labio inferior con saña. Nada me hubiese gustado más que arrancarle la cara moteada de pecas con las uñas y golpearle hasta que sus dientes se esparciesen sanguinolentos por toda la cocina, pero sospechaba que también lo tendría previsto.
-Qué es lo que quiere, señor Fairbanks –claudiqué con un suspiro.
Don Felipe juntó las yemas de los dedos de sus manos y ahuecó su nariz entre ellos inclinándose en la silla para acercar su rostro al mío.
-Por ahora nada, señorita Bela. Pero recuerde que si sospecho el más mínimo contratiempo, desaire, insulto, negativa o venganza… -dejó la amenaza en el aire-. Ni una palabra a mi madre, claro. Por ahora siga con su doble vida de chacha putona como antes.
Como antes no podrá ser, putrefacta hez de caballo, pensé.
-Bueno, como antes no –dijo como si me leyese la mente, lo cual me hizo dar un respingo en la silla. Giró su armatoste para marcharse y repitió-. Como antes, no, claro, esto lo cambia todo.
-¿Por qué me hace esto? –pregunté mirando el sobre amarillo estrujándolo entre mis dedos, deseando hacerlo desparecer.
-¿”Por qué”, dice, señorita Bela? –se detuvo de espaldas a mí- .Supongo que por saborear de nuevo el control, por sentir otra vez la irresistible sensación de saberte dueño de los actos de otra persona. Cuando ese malnacido de Gutiérrez me quitó las piernas, también me robó lo único que me hacía moverlas: el poder sobre los demás. Y sobre mí. ¿Cómo se sentiría si su madre tuviese que desatascarla el culo con un dedo cuando no ha cagado en tres días? Ahora no tendré un ejército, pero por algo se empieza.
Algo. Eso era yo para el cabrón. Algo.
Callamos unos segundos durante los cuales sólo se oyó el crujir del sobre entre mis dedos.
-Esperaré lo mejor de usted a partir de ahora y no dude que será penalizada si su trabajo no me satisface. Y a mi madre ni “mu”, ya sabe. Vaya a hacer sus cosas, por favor.
Ese “satisface” me hizo arrugar los labios y retorcer el ceño. No lloré, por fortuna; muerta estaría si le daba esa satisfacción. Estaba segura de que los problemas no habían hecho más que empezar y no andaba desencaminada.
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Al día siguiente subí de nuevo en el ascensor hasta el último piso. La tarde anterior no había sido como esperaba, no me concentré con el cliente. El trabajo de escort (o putilla cara para la plebe) suele implicar grandes dosis de terapia. Hay que calar rápido al cliente y saber qué es lo que le gusta o qué necesita en ese momento. Se supone que ayer con ese futbolista debía aparentar ser una chica tímida y amante del balompié, sin llegar a una fan babeante con ansias de camiseta firmada y con las hormonas desbocadas. Lo único que supe mostrar fue una fulanorra con jaqueca y ganas de acabar rápido. El tío, en efecto, acabó rápido y me despidió de la habitación del hotel con el dinero pactado, un bufido y sin esperanzas de volver a llamarme. Porque en este mundillo hay que dejar contento al cliente, más si cabe que en otros, hay que fidelizarlo, hacerse valer. A la clientela no le importa pagar tres o cuatro mil euros por un buen polvo, pero tiene que ser realmente cojonudo y dejarte bien seco y saciado.
Y todo por el mamón de don Felipe, que me tenía bien trincada por los pelos. Le daba vueltas y vueltas en la cabeza a qué “satisfaría” a semejante idiota. No sería sexo porque aunque no quitaba ojo a mis domingas ni a mi culo caribeño le daba hasta asco vérsela con la sonda asomando burlona cuando debía vaciar la bolsa de orina. Ese fue mi primer pensamiento, pero lo deseché. Quizás estuviesen arruinados y necesitaban de mis servicios de forma gratuita; en ese caso tendría que hacer horas extras por las tardes para compensar la pérdida.
La verdad es que no sabía qué carajo querría el pendejo de una dominicana que, aparte de buenas carnes, poca cosa más tenía que ofrecer. En todo caso parecía que su deseo de volver a controlar a alguien se estaba cumpliendo.
Por suerte, no coincidí con el vecino del octavo durante el trayecto del ascensor mientras iba cavilando. Le hubiese soltado una mayor que la de ayer y no necesitaba más clavos en mi ataúd.
-Buenos días, señor Fairbanks –dije cerrando la puerta de casa tras de mí.
Mi saludo no recibió respuesta, ni tampoco apareció. Qué raro. Don Felipe siempre se encontraba en casa cuando llegaba, nunca salía por las mañanas. Era a su madre a la que, a veces, no la veía. Pero estaba de vacaciones en la playa.
-¿Don Felipe? –pregunté de nuevo, dejando el bolso en una silla. Nada me complacería más que le hubiese ocurrido algo feo, así se acabaría el chantaje, pero algo me olía que los tiros no iban por ahí.
Nadie respondió de nuevo. Parecía que era la única persona de la casa. Recorrí todas las habitaciones y constaté que, en efecto, sólo estaba yo. El señor Fairbanks no se encontraba allí.
Cuando volví a entrar en la cocina para beber un vaso de agua, me fijé en la nota que había sobre la puerta del frigorífico.
“Señorita Bela, he tenido que marchar a hacer un recado que no podía esperar. Le ruego haga su trabajo de la forma habitual. No olvido que hoy es viernes, tiene el sobre con sus honorarios encima de la mesita de mi cama. Por cierto, su nuevo uniforme está disponible en el lugar habitual. Un saludo, Sr. Fairbanks.”
Fui hasta donde se encontraba el sobre y conté la suma de dinero. Habitualmente me lo da en mano y no lo cuento, ni siquiera lo abro. Considero que es de mala educación y así fomento la confianza entre nosotros (¡hasta dónde habíamos llegado, joder!), pero la charla de ayer me hizo desconfiar, ya no me fiaba de aquel jumento. La suma era correcta.
Cuando me cambié de ropa casi me da un soponcio. En vez del habitual uniforme blanco inmaculado me había dejado una faldita que no llegaba a taparme las bragas y un top que cuando lo desdoblé constaté que no podría cubrir ni la mitad de mis senos. Suspiré disgustada, y aún me cabreé más cuando descubrí una notita junto a la ropa indicando:
“Sin ropa interior, por favor”.
Así que por aquí iban los tiros. Por lo visto Don Felipe quería una chacha cachondilla.
Sonreí maliciosa. ¿Con que el viejo me quería insinuante, verdad? Parece que el trabajo de la mañana sería una prolongación del de la tarde. Mejor. Le iba a poner a cien, al muy marrano. Sería su perdición, el no poder catarme y ver este cuerpito sinuoso. Cuando se dé cuenta que su aparato esté inservible y tenga la lívido recorriéndole todo el cuerpo (al menos la parte sensible) y atisbe la realidad de su situación… ¡lo que me iba a reír!
Me desnudé y me vestí con la faldita y el top. No había dicho nada de las medias, pero consideraba que con ellas el efecto sería más arrebatador. Era una pena que no llevase zapatos de tacón, pero aun así, cuando me miré en el espejo, asentí satisfecha. Parecía un disfraz de genuina cochina con ganas de un buen revolcón.
Por supuesto mis tareas seguían siendo de lo más mundanas: recoger la ropa sucia, hacer la cama, poner la lavadora, planchar, fregar los cacharros, quitar el polvo y hacer la comida. Pero con este nuevo atuendo me sentía sensual, caliente, coqueta. Dicen que las mulatas tenemos fuego en la sangre. Es una tontería, pero me lo estaba empezando a creer. El fru-fru del frote de las medias en los mulsos era algo casi mágico. Notaba mi sexo aireado y las tetas aprisionadas dentro del top. Suspiraba a menudo e iba notando como mi intimidad se estaba humedeciendo sin pausa. Mis pezones se llevaban la peor parte. Estaban tan sensibles que cuando me movía los pechos se bamboleaban despendolados y el roce de mis botones contra la licra del top me arrancaba gotas de sudor debiendo morderme los labios hinchados para intentar mantener la mente serena. Algo que no era fácil.
Porque entre mis pensamientos se iba haciendo hueco la idea de correr al cuarto de baño, sentarme en la taza del inodoro y masturbarme bien a gusto y acabar con esta insidiosa agonía. Además, el diminuto top que ceñía mis tetas me impedía tomar aire a gusto y debía respirar más seguido, hiperventilándome. Varias veces tuve que subírmelo liberando mis pechos de la opresión para inspirar profundamente.
Por suerte era verano. Tenía las ventanas abiertas para ventilar las habitaciones y al menos el ir con tan poca ropa no iba a causarme un resfriado. Además, con los calores internos que tenía por todo el cuerpo si hubiese sido otoño o invierno dudo que lo hubiese notado.
Mientras estaba limpiando el polvo en el salón tuve que inclinarme sobre el apoyabrazos del tresillo para limpiar el polvo de los cuadros. Resbalé de mi apoyadero y me quedé sentada sobre el brazo del sofá. Sentí mi sexo espachurrado sobre la tapicería de cuero y al instante agradecí la sensación del roce sobre mi clítoris. En el apoyabrazos había un botón cosido a la tapicería que sobresalía de la superficie y que me presionaba en el lugar exacto que ansiaba. No pude ni quise resistirme. Lancé el plumero lejos y comencé a refregar mi sexo sobre el apoyabrazos sintiendo un torrente de ardiente sangre recorrerme entera. La sensación del cuero sobre mis partes era fantástica. Al poco oí los ruidos de mis mulsos patinar en el cuero del mueble a causa de mis humedades desbordadas. El chapoteo excitante me alentaba a continuar con mis restregones y noté como una teta en uno de los vaivenes se escabullía de la prisión del minúsculo top.
Con los ojos cerrados y los brazos entrecruzados hundía las uñas en la tapicería mientras me continuaba frotando en el brazo del sofá. Gemía gustosa musitando guarradas sin ton ni son con voz ronca con el refriegue inferior como música de fondo.
-Mi sofá lindo, aprétame más la pepita, ah, sofá lindo, haz gozar a esta perra en celo, sofá lindo.
El top, aunque me oprimía menos con la teta liberada, me coartaba al respirar y en un arranque de lujuria me lo arremangué hasta los sobacos para poder tomar aire bien a gusto. La prenda se iba humedeciendo con el sudor de mi pecho y las axilas y lo que menos me apetecía era pensar cómo iba a salvar el gurruño después de esto.
Cuando el clímax me sobrevino, me pellizqué los pezones con dulce saña, retorciéndolos como dos tornillos, mientras me mordía el labio inferior y lloraba emocionada. La baba se me escurría por las comisuras de los labios llegando al mentón y goteando sobre mis pechos. Solo quería sentir el corazón desbocado, la respiración entrecortada y aquel chasquido interno de algo romperse, de rozar lo divino y marchitarse poco después.
-¡Dios, joder, qué gusto! –grité exaltada.
Rodé hasta caer espatarrada en el sofá cubierta de sudor y saliva, boqueando mientras me limpiaba el mentón, el cuello y el pecho de hilillos de saliva.
Sonreía como una estúpida porque era uno de los mejores orgasmos en los que había participado. Vi de reojo que el apoya-brazos estaba brillante y cubierto de mis lubricaciones que incluso se iban escurriendo en espesas gotas que si iban introduciendo entre los cojines y los dobleces del cuero.
Fue entonces, aún jadeante, cuando me encontré con el rostro del señor Fairbanks, mirándome a pocos pasos de donde me encontraba recostada. Detuve mi respiración y noté la suya ruidosa, nasal. Tenía los ojos azules tan abiertos que parecían querer escapar de las órbitas, los pómulos del color de las fresas y los lóbulos de las orejas granates. Tenía los labios secos y entreabiertos por donde aún asomaba la puntita brillante de la lengua. Se sujetaba con las manos crispadas en los apoya-brazos de la silla de ruedas, con el tronco inclinado hacia mí, como dispuesto a levantar y abalanzarse, ignorando a la mitad inerte de su cuerpo.
Pero lo que de verdad me sobrecogió como un sartenazo en la cabeza haciéndome musitar con voz aún ronca (“Jesús, María y José”), fue su entrepierna. Dentro de sus pantalones se notaba una erección superlativa, un abultamiento inequívoco de su paquete.
Señalé la causa de mi inusitado fervor religioso con dedos espasmódicos (no sé si por los ecos del orgasmo o por la imposibilidad del hecho) mientras botaba en el sofá exclamando:
-¡Don Felipe, don Felipe, milagro, milagro, loado sea la misericordiosa Virgen, milagro!
Don Felipe bajó la mirada lentamente (y atestiguo que lo hizo con desgana porque mis carnes desnudas y oscilantes lo tenían embelesado) y cuando se encontró con su prodigiosa empalmada y comprendió lo que significaba empezó a reír a carcajadas y a agitar los brazos como si quisiese echar a volar cual gorrión sacudiendo la silla sin control con el irremediable resultado de volcar hacia atrás el armatoste con él incluido.
-¡Puedo follar, puedo follar, jodeos maricones de mierda, que puedo follar! –gritaba ronco y desaforado aún espatarrado en el suelo.
Con un taxi de por medio, nos encontrábamos media hora después en la consulta del médico de guardia (le acompañé a urgencias, ya que me consideraba responsable indirecta del suceso) que constató que, en efecto, algo de sensibilidad había recuperado en la mitad inferior.
-Son casos de remisión espontánea que estropean la estadística o que quizás la confirman como excepción –dijo chasqueando la lengua contrariado, sabiendo que la ciencia médica en la que se sostenían sus diagnósticos poco podía hacer más que levantar los hombros ignorante e impotente ante tal suceso.
Yo esperaba sentada en un rincón de la consulta intentando pasar desapercibida. Había llamado de camino por el móvil a doña Clotilde para contarle que su hijo empezaba a recuperar sensibilidad. Me acribilló a preguntas pero simulé una falta de cobertura y apagué el móvil. Me la imaginaba gritando desaforada y volviendo para acá volando cual bruja. Consideraba vergonzante explicar que todo se debió a una explosión de libido provocada por el irrefrenable deseo de una servidora de airear su desazón, pero que además, lo hiciese delante del taxista que me había beneficiado la semana pasada, era ya el colmo de la indecencia. Ni una sola vez pude mirar a los ojos a ninguna de aquellos señores y menos con el pelo revuelto y la ropa a medio colocar por las prisas (porque salimos bufados a por el taxi y mis carnes desnudas no eran obstáculo, según don Felipe, para que no marchásemos en ese mismo instante).
Don Felipe Fairbanks no olvidó nuestro contrato (en el que parecía que sólo ganaba él; mi orgasmo había sido cosa mía) pero yo, previendo maremotos de vergüenza y explicaciones inexplicables, se lo conté todo a Mauricio (que se lo tomó mejor de lo que pensaba, al menos me dirigía la palabra) y me volví a la semana siguiente a mi país, mi querida patria, donde tenía a mis padres (que nunca supieron de mi doble vida, por fortuna).
Además, ¿de qué me servía ser el artífice de un verdadero milagro si su sola mención ya me hacía cubrirme la cara de vergüenza?