Manual de Natalia la dominadora para manejar hombres
Relato
Eres de mi propiedad
Sentada en la butaca del reservado, lo observaba distraídamente abriéndose paso, sorteando a la gente que enloquecida bailaba en la pista. El intenso ritmo de la música les embriagaba entre juegos de luces, creando una atmosfera profunda, oscura, irreal. A esa hora de la noche el local ya se encontraba abarrotado, los asiduos acudían puntuales donde sabían que el ambiente era especial y la animación nunca faltaba. En aquel lugar se habían conocido hacía años y les gustaba volver a despertar la pasión viéndose de nuevo sobre la pista en la que se besaron por primera vez.
Apoyado en la barra agitaba la mano en busca del camarero, intentando en vano repetir la ronda. Alrededor la gente bailaba y bebía dejándose llevar por el ritmo contagioso. Sin advertirlo se vio asaltado de repente por dos mujeres se colocaron a ambos lados de él. Entre la multitud Natalia alcanzaba a ver cómo una de las desconocidas rodeaba a su incómoda presa con un brazo, mientras éste intentaba zafarse. Desde el otro lado y aprovechando su despiste, la otra mujer le besó en el cuello, a lo que respondió sorprendido, encantado pero agitado por lo inadecuado de su situación. Su chica miraba divertida a lo lejos cómo una de las atacantes lo apresaba con sus piernas desde una banqueta mientras que la otra acercaba la boca a su espalda. Desconcertado, recogió los dos vasos y volvió a su lugar donde su pareja le esperaba disimulando, consciente de lo excitado y alterado que regresaba, temblándole las copas entre sus sudorosas e inciertas manos.
Cuando él suponía que la tormenta había amainado y que nadie había advertido su ardiente y anónimo encuentro en la barra, Natalia le ofreció su copa al tiempo que le pedía que le esperase ahí mismo sentado. Apenas tuvo ocasión de colocar los dos vasos en la mesa, observó cómo se dirigía a la pista, al lugar donde las dos chicas bailaban una con otra, rozándose, a base de dulces y sensuales contoneos. Su chica se abrió paso bailando entre ellas y las tres juntas improvisaron un número endiablado, demasiado sexual para pasar desapercibido. La pista les abría el espacio que ocupaban acariciándose, besándose las tres al ritmo de la música. Danza animal, primitiva, delirio que excitaba la sala al completo, rompiendo las reglas, provocando con su lenguaje prohibido. Las caricias pasaron a conatos de posesión y el deseo a locura, a sexo al ritmo de la música. El público quedó atrapado, enloquecido, en llamas, sintiendo cada uno de los movimientos de aquel trío danzando sobre el abismo de una sensualidad inédita y bestial.
Clavado en la butaca, permanecía inmóvil, sudoroso, profundamente excitado y atónito al ver aquel espectáculo que desbordaba cualquiera de sus más alocadas fantasías. Su propia mujer estaba convirtiendo delante de sus ojos el baile en sexo con dos explosivas desconocidas, mientras se consumía en deseo, en palpitaciones a punto de hacerle desfallecer, llevándolo al borde del éxtasis solo con la mirada.
La belleza y sensualidad llegaba a su límite cuando comenzó a faltarle el aire, que no pudo recobrar hasta que la música cambió y ella volvió a su lugar después de despedirse ruidosamente de las dos mujeres. Apurando su bebida, agarró decidida a su hombre del pecho para levantarlo de su asiento del que no acertaba a despegarse, y con aire desafiante le susurró al oído que iban directos a casa y que esa noche ella misma mandaría en la cama.
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