Laura y Elena. Laurita y Elenita. Dos yeguas feroces. Los suculentos frutos de la juventud alocada e inocente de mi mujer. Bloques de arcilla que el destino puso en mis manos. Durante años les di forma con humedad y suaves caricias. Cuando la arcilla endureció, pulí los detalles a golpe de cincel. Ahora poseo dos hembras esculturales. Una inversión a largo plazo cuyo beneficio me pertenece por derecho.
Laura es la mayor. En breve celebraré con ella sus dieciocho primaveras. La dulce criatura es el regalo afortunado de un dios chistoso, que se divirtió arrasando los sueños juveniles de su madre. Un resbalón adolescente de una Roxana encaprichada de un señorito vallisoletano de viaje por Colombia para ver, ya se sabe, las murallas romanas. El tipejo era poca cosa, atontado y regordete; pero los bolsillos le maraqueaban con el dinero -osea- de papá, y el acento europeo hacía volar la imaginación de una quinceañera con ganas de ver el mundo. En un país en el que las mujeres nacen hermosas y crecen rápido buscando macho, mezclar plata, aventuras e inocencia es marcar a puerta vacía. El chaval no sólo vio las murallas: las echó abajo y abono el jardín que se escondía detrás. Para cuando Roxi descubrió que tenía todas las papeletas del bombo, el oseas ya había desaparecido con el ánimo descargado.
No está en mi ánimo defender a un imbécil, pero debo decir que gracias a él mi esposa consiguió lo que quería, aunque por un camino que no habría elegido: preñada, deshonrada y sin marido, sus católicos y apostólicos padres le endosaron un billete -sólo ida- y la mandaron a la madre patria, en busca del padre o lo bastante lejos como para escapar del oído chismoso de los vecinos. Que conste, aquí y ahora, mi nulo rencor hacia el chaval por haber estrenado lo que es mío. Entiendo el impulso de cualquier hombre ante esta hembra racial en su momento más dulce. Además, soy yo quien disfruta del goloso fruto de sus refinadas pelotas.
Laurita era en su niñez más parecida a su madre, con el cabello azabache y los mismos ojos oscuros, pero los años las han hecho distintas. Ahora lleva el pelo corto, media melena bien colocada, como de secretaria eficiente de los sesenta; nada que ver con la cascada hasta la cintura, frondosa y salvaje, de su madre. Su piel es blanca, casi nórdica, suave a la vista y al tacto. Una de esas gorditas delgadas, damas de cintura prieta, cuello largo y tobillos finos que, sin embargo, transmiten una sensación de voluptuosidad, por sus caderas anchas y senos pesados capaces de amamantar a un hombre adulto. Heredó de su madre la esencia femenina, ese moverse y oler como una hembra. No heredó, por desgracia, la imponente retaguardia. En Laura la cadera se impone sobre la profundidad de la nalga, y no obtiene el fruto redondeado de su progenitora. Sus glándulas mamarias compensan, sin embargo, las carencias posteriores: un par de ubres grandes, parejas, suaves a la vista y al tacto, que se presentan firmes y llenas a la mano que las sopesa comprobando su madurez. Un botón descuidadamente desabrochado de cualquier blusa regala con generosidad un escote largo y profundo, un abismo en el que la vista se despeña resbalando hacia la oscuridad por suaves curvas. Son pechos de criadora, ligeramente caídos, deliciosamente caídos, como peras, porque a partir de cierto tamaño es imposible que una teta apunte al cielo. Sólo de mirarlos entra hambre.
Y que puedo decir de Elena, mi Elenita. Camina contoneándose por la vida camino de los dieciséis. Poco más que una niña, y sin embargo ya es mayor de lo que era su madre cuando se convirtió en madre. Elena es la demostración, hecha carne, del triunfo de la esperanza sobre la experiencia, la prueba de que siempre queda un poco más de inocencia que perder. Su padre, un viejo amigo al que debo agradecerle que dejara los restos destrozados de la vida de Roxana tirados ante mi puerta. También le agradezco que respetara la genética femenina y me proporcionara una nena digna imagen de la madre que la parió.
Elena es bajita y morena, más mediterránea que latina. Posee ese aire agitanado de muchacha andaluza, de las que esperas ver paseando por la feria de abril, luciendo a golpe de cadera un traje flamenco ajustado a las formas femeninas. ¡Y que formas! Un alfarero celestial la ha moldeado con el cuerpo de su madre: el pecho suficiente sin ser abundante, la cintura estrecha y el culo rotundo, redondeado desde cualquier ángulo en el que la fortuna te permita mirarlo. Se mantiene alto, victorioso contra la gravedad frente al peso evidente de esas carnes prietas.
La sangre colombiana de la niña se rebela en el antojo frecuente por vestir vaqueros, con la poco disimulada intención de realzar, más si cabe, su gloriosa retaguardia. Su vestidor es un campo de batalla donde las valerosas costuras sufren como soldados heridos en la cruzada constante contra el avance de los poderosos glúteos. Cuando se inclina en su máximo esplendor, los pobres guerreros gritan como condenados al potro.
Heredera del andar felino de su madre, le gusta acompañar sus vaqueros con botas altas, de tacón pronunciado, que enmarcan el trasero hasta los muslos y le dan la excusa perfecta para un andar bamboleante al son de su propia música.
Madre orgullosa de dos hembras lindas, Roxana cuida con esmero latino la apariencia de las pequeñas y las educa para que se mantengan bellas por si y para si mismas. Se preocupa de que Laura conserve el vientre plano pese a ser de natural rellenita. La ayuda a conservar su piel de clara y las mejillas sonrosadas y se asegura de que su aspecto siga reflejando dulzura. Se esmera especialmente en el pecho, para que siga suave y liso, lleno y sin estrías. Hielo abundante para la piel y ejercicios pectorales para reforzar los hombros y espalda sobre los que reposan esas dos estupendas ubres. Hija dócil por naturaleza, Laura sigue a rajatabla el plan de belleza impuesto por su madre, prácticamente sin necesidad de supervisión.
Su hermana pequeña es distinta. Más joven y rebelde, ha heredado la sangre caliente de la rama latina. Le cuesta seguir su rutina de belleza. Regularmente su madre descarga algunos azotes sobre las nalgas desnudas y observa el resultado. Si no las encuentra duras al tacto o no recobran su forma con elasticidad, a estos azotes de prueba le sigue una zurra más seria y un periodo de entrenamiento físico estricto bajo la atenta supervisión de una madre con la zapatilla en la mano.
Mi mujer se ha convertido con la madurez en una madre cariñosa pero estricta. Cuando la conocí, con un bebe en los brazos y un bulto en su vientre, su loca cabecita adolescente descuidaba por igual su propia vida y la educación de su pequeña. Eso cambió cuando unimos nuestras vidas. Conforme se fueron haciendo mayores, fue reflejando en sus hijas la amorosa disciplina física con la que yo la corregía a ella. Sus propias y substanciosas carnes aprendieron pronto que un culo recién marcado es la mejor vía para que una jovencita cumpla con su deber. La doma constante hizo surgir en ella a la autentica mujer colombiana: madre entregada, esposa sumisa, compañera fiel y hembra ardiente.
Durante mi ausencia Roxana ha conseguido mantener la educación de las nenas a buen nivel. Incluso ha incrementado la severidad de los castigos, deseosa de demostrar que es una madre comprometida. También ha sabido mantener encendida la sensualidad de sus hijas para que las hallara bien dispuestas a mi vuelta.
Las chicas duermen juntas. Comparten habitación y cama, un enorme lecho matrimonial en el que intentan dormir lo más separadas posible. Desde que se convirtió en una mujercita, en ocasiones Laura se intercambiaba con mi esposa. Roxana dormía con su hija pequeña mientras su primogénita calentaba mis sabanas con su cuerpo. Otras noches era yo quien iba a su cuarto para una visita rápida, mientras Elena fingía dormir al otro lado de la cama. La propia Elena se unió a este juego cuando fue lo bastante mayor. Ahora, cada noche me deleito en la elección entre tomar a mi esposa o catar una carne más tierna.
Los últimos meses la rutina no ha cambiado para las niñas, sólo el actor principal. Roxana llenaba mi ausencia metiendo en nuestra cama a alguna de las chicas. Desnudas, se entregaban a una larga velada de caricias y saliva. Hundía la lengua incansable en los agujeros de la pequeña, o forzaba a la niña a lamer los suyos: Roxi siempre ha pensado que una mujer debe saber dar placer a otra antes de intentar proporcionárselo a un hombre. Los dedos se empleaban con destreza en esas noches de consuelo para que los jóvenes orificios no olvidasen la sensación de ser penetrados. Sólo le permito a mi esposa el uso de los dedos. Consoladores u artefactos de mayor tamaño están prohibidos, para no dar de sí esas bocas, coños y anitos apretados y casi nuevos.
La noche que no llevaba a ninguna de las chicas a nuestra cama les hacia una visita rápida. Una breve parada en el cuarto de las niñas para humedecer sus sueños a base de lengua y dedo. Tenían prohibido llevar bragas para dormir y su único pijama era una camiseta grande: su madre sólo debía llegar y elegir que coño llevarse a la boca. La rutina acabó habituándolas a dormir con las piernas levemente separadas para facilitar la labor materna. Llegó un momento en que ni siquiera se despertaban del todo. Gemían en sueños mientras su madre se daba un atracón nocturno.
Así dormidas las encontré a mi vuelta. La cálida acogida de Roxana fue un preámbulo, un aperitivo. Llevándome de la mano hasta el cuarto de las niñas me mostró, orgullosa, el resto del banquete, el sabroso fruto de su buen hacer maternal.
Laura, su primogénita, dormía en el lado de la cama más cercano a la puerta. Tranquila, angelical, respiraba con suavidad a través de los labios entreabiertos. Bajo la tela fina de la camiseta los pechos formaban una gran ola que se alzaba y caía siguiendo el ritmo de la marea de sus inhalaciones. Las manos descansaban juntas bajo las generosas ubres, levantando levemente la camiseta para dejar al descubierto la cueva sonrosada a través de los muslos entreabiertos.
Más allá dormía su hermana pequeña. Bocabajo, como de costumbre. Los bultos redondeados y duros que nacen de su baja espalda hacen preferible esta postura. Una pierna se mantenía recta mientras la otra se doblaba, mostrando sus encantos para facilitar los accesos nocturnos de su madre. La camiseta, holgada en el vientre, ponía a prueba su elasticidad ajustándose a sus caderas y perdiéndose en el grueso surco entre las nalgas. Las garras felinas se aferraban a la almohada sobre la que intentaba reposar una inquieta mejilla. En la bella cara ladeada se adivinaba un sueño agitado, un ligero mohín de disgusto, quizá anticipando lo que estaba por venir.
Al tiempo que contemplaba la belleza dispar de mis dos hembritas, una Roxana diligente caía de rodillas ante mí. Bajando la cremallera con los dientes, comenzó a fondo la tarea de prepararme para sus hijas. La boca me recibía húmeda, llena de saliva caliente. Los labios gruesos y rojos sellaban la base de mi pene mientras el tronco recorría su paladar. Un movimiento experto en el que todo mi miembro en reposo fue engullido de una vez. La lengua juguetona en su boca sellada saboreaba cada pliegue de mi carne mientras la sentía crecer en su interior. Pronto el recibidor me quedó pequeño, ajustado como un guante, mientras la punta rojiza, grande y lustrosa por su saliva, empezaba a invadir una garganta acostumbrada a las visitas.
Rematé mi puesta a punto empleando un viejo truco aprendido en el curso de los años. Con una mano firme inmovilicé su nuca. Un par de dedos cerraban su nariz mientras la pobre intentaba respirar carne en lugar del aire que empezaba a escasear. La succión inflamó mi verga con rapidez, llenando su garganta y aumentando aún más el ahogo de una Roxana que enrojecía a ojos vista por la falta de oxígeno. Aun aguantó unos segundos entre espasmos hasta que liberé su nuca. Retrocedió despacio, sacándolo de su interior por primera vez desde su entrada, largo, grueso, duro y chorreando su saliva; dispuesto para abrir como un cuchillo dos tiernos tajos de carne adolescente.
Preparado para el combate me volví hacia mi pequeña Laura. La rendija revelada por los muslos llenos, entreabiertos, despertó mi apetito. De rodillas en la cama, hundí la nariz en su gruta inspirando el aroma fresco de una hembra joven mantenida en celo permanente. Deseoso de saborearla mi lengua recorrió su carne en toda su extensión: un auténtico lametazo perruno, lento, desde su ano hasta su botón. Mis papilas pudieron recrearse, deleitándose con el sabor íntimo de la muchacha. Lo de “lametazo perruno” me trae a la memoria, por cierto, una anécdota muy divertida, de hace un par de años; un encuentro curioso entre la propia Laura y un amiguito peludo -un Border Collie, creo recordar- que la acabó cogiendo cariño... pero esa es otra historia, que tengo grabada en video.
El sabor de Laurita se aprecia distinto cada vez que la pruebo. Como el buen vino, va cogiendo cuerpo, madurando, desde aquella primera ocasión, hace años, que pude degustarla. Cada vez que hinco mis dientes en la carne tierna del coño no puedo evitar las comparaciones. Su madre y su hermana son distintas, más fuertes y saladas. Laura es un bocado más dulce al paladar, de textura más suave, más melosa, como si fuera a deshacerse en la lengua. El jugo tarda más en destilar y es menos abundante: en las otras casi se puede chapotear mientras que en ella es una fina capa que apenas recubre la piel rosada. Apetece cortarle un buen filete, para asarlo y comerlo con una buena guarnición. Seguro que estaría tierno.
Tras un par de lamidas busco con mi lengua su interior. La niña continua dormida, con el sueño acostumbrado por el buen hacer de las incursiones nocturnas de su madre. Mi boca recorría el interior de su cueva mientras con la nariz jugueteaba con su botón. Como los dedos de un ciego, mis papilas gustativas redescubrían el tacto interior de una estancia que llevaba meses sin visitar. Podría pasarme horas paladeando, pero mi duro compañero pedía a gritos desfogar su calentura explorando la fresca oscuridad, en vez de recrearme en las paredes luminosas de la entrada. Ya tendría tiempo en los días venideros de volver a besar esos labios.
Tumbado sobre Laura, dejé caer en ella mi peso familiar, aplastando sus enormes ubres con mis pectorales. La súbita presión de un macho montándola despertó a la muchacha. Los ojos se entreabrían, confundidos, mientras mis labios se unían a los suyos al tiempo que mi lengua los forzaba, buscando su interior. Me adentré en su boca, probando su saliva. Su lengua retozaba con la mía guiada por el instinto y la costumbre mientras la confusa dueña se despertaba saboreando su propia esencia.
Mi eterno compañero de viaje preparaba una incursión parecida entre sus piernas. Guiado por su cabeza, separaba con brusquedad otros labios y, entrando sin ser invitado, intentaba llegar rápidamente al fondo del asunto.
La saliva de su madre goteando en mi pene y su propio jugo ayudaron en la entrada, pero la brusca arremetida puso a prueba la elasticidad de ese coño joven y poco ejercitado. Sin tiempo para abrirse ni humedecerse por sí mismo, el ardor de la fricción hizo que su propietaria dejara escapar un gritito agudo que se perdió en mi boca mientras nuestros labios se sellaban.
Me separé de su boca, con un hilillo de saliva uniendo nuestras lenguas, mientras la muchacha inhalaba una gran bocanada de aire. Es maravilloso verla recuperar el aliento, el aire llenando sus pulmones entre jadeos mientras las estupendas tetas exhiben su máximo esplendor. Aplastadas por mi peso, la respiración forzada me clavaba los pezones endurecidos a través de la tersa tela de la camiseta que los oprime.
Por debajo, mi soldado se retira despacio, replegándose de su interior tras el primer ataque. La carne, libre del tronco que la forzaba, vuelve a estrecharse ayudada por la elasticidad de la juventud. La punta quedó en la puerta, entreabriendo los pliegues, mientras el instinto ya despierto prepara a su dueña para un segundo asalto: las rodillas se doblan y separan, las piernas de la hembra se abren. La vulva expuesta sin secretos ofrece un frontón sobre el que rebotar mis pelotas.
El segundo embate entra tan brusco como el primero, pero llega más hondo, ayudado por la colaboración del recipiente. La ruda intrusión hace que su portadora arquee la espalda bajo mi peso, mientras en su cueva los músculos irritados por el abuso ordeñan mi miembro. La dulce boca, ya sin trabas, deja escapar el aire capturado en un quejido grave, sexual, que endurece aun más el instrumento que macera su carne.
Su jadeo no llega a decaer del todo, pues retirándome volví a entrar enseguida buscando lo más hondo de su ser. La melodía que escapaba de sus labios enardecía mi ánimo. La fuerte arremetida la deslizó sobre las sábanas, golpeando su cabeza el cabecero de la cama. Fue el primer compás de la melodía cadenciosa del amor, un tamborileo al ritmo que le marcaba, enriquecido por la suavidad de su cabello.
A poca distancia, la cabeza ladeada de su hermana contemplaba el concierto en silencio. Los ojos claros brillando en la oscuridad, con la expresión desafiante y enfadada de una leona despertada antes de tiempo. Montada sobre ella, su madre masajeaba las poderosas nalgas. Mordía la carne aquí y allá, la pellizcaba, la amasaba. A cada instante la separaba y lamía, en un único recorrido, el botón, la cueva y la puerta de servicio.
Descabalgué a Laura para quitarle la camiseta. La tela se liberaba agradecida, dejando al descubierto las dos redondeadas masas gemelas. Los pezones se alzaban desafiantes, gruesos y duros sobre las amplias aureolas. Mis manos traviesas sintonizaron en ellos mi emisora favorita mientras la pequeña apretaba los labios conteniendo la estática.
Recordé su sabor con sendos besos, que al contacto de mis dientes con su carne se convirtieron en bocados juguetones. La fruta había madurado y la encontré más sólida ante la presión del mordisco, más agria al contacto con la lengua. La hembrita se hacía mujer y ahora era ella, en ese eterno ciclo de la vida, la que ofrecía su pecho colmado cuando no hace tanto estaba colgada del de su madre.
Coloqué mi mano como un cuenco ante su boca y Laura, en un gesto aprendido, vertió en él la saliva acumulada. Como panadero amasando pan, esparcí el néctar sobre el profundo valle de sus ubres, lubricándolo. Agarrando con fuerza sus globos, los junté. Una nueva raja de piel tan firme como su rosada cueva apareció ante mi miembro. La punta del estoque se perdió rápidamente entre esas montañas de carne prieta que rebosantes engullían toda la longitud de mi tronco. Cuando lograba salir del estrecho sendero, me esperaba al otro lado la boquita complaciente de una Laura que, forzando el cuello, se afanaba por besarla o lamerla, según se lo permitiera la profundidad de la carga.
Yo seguía agarrando las espléndidas mamas. Los dedos se clavaban como garras dibujando marcas blanquecinas en la piel sonrosada. Los oprimía entre sí, los comprimía entre mis manos, buscando reunir toda esa carne, juntarla, más densa y apretada, hasta conseguir con esas tetas la deliciosa presión de un coño virginal.
Su premio llegó con un espasmo de aviso. El tiempo justo para liberar mi presa y, asiendo su nuca, depositar la punta del cañón entre sus labios de fresa. Las primeras descargas se dispararon con fuerza directas al paladar, la campanilla, la lengua... Me encargué de depositar los últimos débiles chorros en los orificios de su nariz. Mientras mi leche se deslizaba lentamente por su garganta, mi pequeña recordaba el sabor y el olor del alimento que sólo puede proporcionarle la verga de su padre.
Agotada la munición, enfunde mi arma entre sus labios. Buena hija de su madre, abrió la boca por reflejo. Sus labios se sellaron sobre mi tronco morcillón y recorriendo hasta la punta lustró con ellos cualquier resto de flujo, suyo o mío, que hubiera podido quedar. Cuando Laura dio por cumplido el trabajo, comprobé la labor de limpieza dándole el visto bueno con una caricia del pulgar sobre la mejilla y un pellizco en el lateral de una teta.
Llevado por la fuerza de la costumbre me dispuse a retirarme a dormir. Pero desde el otro lado de la cama, la más joven de mis mujercitas miraba desafiante. Arrodillada entre sus piernas, con la cara hundida entre las nalgas juveniles, su madre se afanaba en preparármela.
Sabía perfectamente lo que revoloteaba en esos momentos por la mente inquieta de la pequeña. La mirada hostil escondía un atisbo de esperanza: cuando visitaba a mis niñas sólo me recreaba en una cada vez. Los cuerpos jóvenes se tensaban al sentirme entrar en la habitación. La espera se prolongaba mientras contemplaba a mis niñas y decidía cual cumpliría esa noche con su deber de hembra. En cuanto me lanzaba sobre una, la otra inmediatamente se relajaba, buscando la liberación del sueño entre los quejidos y jadeos de su hermana. Por eso Elena pensó que se había librado.
Mi compañero de correrías descansaba reblandecido sobre el pecho de Laura. El cansancio del viaje y los dos asaltos ya disputados empezaban a pesarme. Tentado estuve de colmar sus esperanzas. Pero la boca de su madre enterrada entre sus nalgas era una estampa demasiado buena para desaprovecharla. Y estaba la rebeldía de la niña. Su mirada era un aviso, un recordatorio de que me encontraba ante la más indómita de mis mujercitas. Dejarla ir por desgana no la haría precisamente más disciplinada, así que en lugar de descabalgar, volví a colocar mi miembro entre los labios de Laura. La muchacha, dócil, se tragó sus esperanzas dispuesta a dejarme en disposición de penetrar el apretado coño a su hermana.
- continuara (en breve)-
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